Casi han pasado 80 años, 79 resultan, en que en un final de octubre, sucedió un hecho importante: recién llegados de Europa y el mundo enfrascado en una guerra global, perseguidos por fascistas de España y Alemania, sobrevivientes a mil penurias, un grupo de vascos se reunió en el Laurak Bat de Buenos Aires, junto a su Árbol de Gernika, y pese a la pérdida nacional que soportaban y a las penurias económicas que mantenían, decidieron la celebración de una Gran Semana Vasca que diera a conocer la causa del pueblo vasco en América.

No era nueva su presencia en Argentina, Chile y Uruguay. Desde la primera Guerra Carlista o la de los Siete Años, 1833-39, seguida por la sigyuente derrota de la de los Cinco Años, 1872-76, en que se nos quitó definitivamente foralidad y el país peninsular de los baskones fue ocupado militarmente. Miles de jóvenes procedentes de los territorios vascos cruzaron el Atlántico y arribaron a las doradas playas del Río de la Plata. A los habitantes de Iparralde y Hegoalde les unía en ese destierro o Diáspora, la negativa de hacer el servicio militar de España y Francia, al que por Fuero no estaban obligados. Fue un exilio que tuvo matices políticos, aunque la reivindicación nacionalista no estaba definida. Se sentían baskones, querían permanecer unidos aferrándose a su nacionalidad primordial en el ejercicio de su lengua, canciones, danzas, música, festejos nacionales, y su expresión deportiva más popular que desde Cuba a Estados Unidos, hasta el límite de la Pampa, resultaba un emocionante atractivo. Cada Eusko Etxea tenía su frontón o trinkete, que servía, sirve, de atracción al país receptor, aporta trabajo a los jóvenes, posibilitando una vinculación con el país obligado a abandonar. Su Ama Lur perdida por las armas.

El grupo comienza la febril actividad y se reúne en el Laurak Bat de Buenos Aires, fundado en 1876 y el veterano de los centros vascos, y proyecta una ambiciosa actividad. Los viejos vascos de la guerra carlista que habían rehecho sus vidas en Argentina y Uruguay y eran prósperos dueños de chacras, su primera actividad fue la de pastores de ovejas, se acercaron a los recién llegados compatriotas de Europa, conocedores del periplo de su guerra perdida. Esta vez las reivindicaciones nacionales estaban definidas. Existía una fuerte conexión entre los vascos de entonces, pese a que las comunicaciones no eran tan fáciles como hoy, la que logró, entre otras cosas, comprar en la mejor zona de París un alojamiento para la Delegación Vasca del exilio, presidida por el lehendakari Agirre. No es extraño que se movieron hilos oportunos dad la bendita casualidad de que gobernara la Argentina un presidente de origen nabarro, Ortiz Lizardi, y que en Uruguay fuera presidente Juan José Amezaga, descendiente de vascos también.

El plan era ambicioso. En primer lugar querían conmemorar la pérdida del Fuero que es lo que los obligó a la emigración en el S. XIX y en ese principio del XX. Los Fueros eran para Araba, Bizkaia, Gipuzkoa y Nabarra el nervio de su autogbierno y fueron suprimidos por Cánovas del Castillo en julio de 1876. Un hombre al frente de un gobierno, restaurador de reyes, inspirador de una nueva Constitución, que hablaba de un estado fuerte mermando el derecho de los pueblos que integran ese estado. Se repitió lo mencionado en la Ley del 25 de octubre de 1839... los se confirman los fueros de las Provincias Vascongadas y Navarra sin perjuicio de la unidad constitucional de la monarquía.

Octubre era el mes perfecto pues discurría la primavera del sur del continente americano. Florecían las caléndulas, ceibos, geranios... sopla más suave el pampero. Aquellos hombres reunidos querían dar un margen de esperanza a su guerra perdida, un empuje a su causa a restaurar. Se movilizaron jóvenes para bailar las danzas, músicos para entonar canciones, políticos y hombres de la cultura para impartir conferencias y escribir artículos sobre la historia del País de los vascos, nebulosamente mencionado entre los ciudadanos de Argentina, Chile y Uruguay.

Se sabía que eran gente respetable, fiable, valedores de su palabra, pero poco más, entre otras cosas, porque la humanidad vasca callaba sobre sí misma. En un formidable esfuerzo de organización, se nos suele dar muy bien, se inicio el trasiego en los barcos que cruzaban el río de la Plata, de Buenos Aires a Montevideo. Se habló con los principales periódicos y radios de ambas repúblicas, y se realizaron, entre otros actos importantes, un desfile popular por la avenida principal de Montevideo, el 18 de julio, presidida por el presidente uruguayo, Amezaga, escoltado por las autoridades de los centros euskaros y representantes diplomáticos de Argentina y Chile.

Participé en aquel desfile en un carrito de bebé, empujado por mi madre, acompañada por emakumes del Euskalerria de Montevideo, y vestida de poxpoliña. Ellas, uruguayas de ascendencia vasca, me impusieron el pañuelo blanco sobre la cabeza de la vasquita a la que le tocaba ser un poco argentina y un poco uruguaya también.

Se celebra en estos días, el 25, el Día del País de los Vascos en Argentina. Y siento la fuerza de este recuerdo, mencionado por mis aitas continuamente, porque la Gran Semana Vasca de Montevideo resultó sensacional, fue del primer día que se celebró un acto vasco público, también el primero en que la Ikurriña, como insignia nacional, presidió semejante manifestación por las calles de una capital americana, escoltada por las banderas de Argentina Chile y Uruguay.

La autora es bibliotecaria y escritora