Veo desde mi balcón de Eguesibar la cima del monte Irulegi, y no sé si es el viento del norte o las nubes de tormenta o quizá algún Arrano Beltza que planea en el cielo de esta mañana de noviembre, me trae de la mano de bronce que habla euskera, un vocablo de 2.000 años atrás que resuena festivo: Zorioneku. Desde esa antigüedad donde ha permanecido en el fondo de la tierra euskaldun, sustrato de Nabarra, Irulegiko eskua me comunica su mensaje de enhorabuena, rescatado por la manos afanosas de los arqueólogos de la Sociedad Aranzadi.

Nos ventila la memoria de lo que fuimos y nos asienta en lo que somos. Ahí estaba Roma que desde la península itálica a la ibérica haciendo caminos para que sus tropas desfilaran, dominaba el continente europeo. Refundaron nuestra Iruña, tras incendiarla y saquearla. Las tribus baskonas hubieron de pactar con semejante potencia, lo que les permitió sobrevivir con su lengua, usos y costumbres. Fuimos el único pueblo europeo que semejante logro alcanzó y significa un considerable esfuerzo vital de determinación.

Desde el monte Irulegi, hoy de una tonalidad dorada otoñal, se observa el panorama maravilloso central de Nabarra: sus altas montañas, sus valles fértiles, la planicie de su cuenca. Roma llegó pero no se quedó. Permaneció algo más importante y es lo que nos comunica la mano de bronce de Irulegi: sobrevivimos a la invasión y fuimos creando simiente de lo que sería luego el Ducado de Vasconia, el reino de Pamplona, más tarde Nabarra, con pueblos baskones coordinados entre sí, por mar y tierra. Llevamos separados más de 700 años, ubicados en diferentes administraciones, pero seguimos anhelando la unión que nos procura Zorioneku.

Contra viento y marea hemos mantenido el euskera, usos y costumbres, bailes y música, el juego de pelota que nos define. Lanzamos con fuerza la pelota contra la pared del frontón, recibimos el rebote, hacemos en el aire brincos acrobáticos, nos caemos y levantarnos una y otra vez para seguir lanzando la pelota contra la pared del frontón. No la dejamos caer. Luchamos contra la gravedad. Quizá lrulegiko eska fue creada por un artesano genial y seguramente la utilizó un agorero excepcional, y fuera colgada en la puerta de un hogar para recordar a los pueblos sometidos por Roma que, pese a la hecatombe histórica soportada, se podía continuar. Que Europa deviene su nombre de la bella princesa de Tiro, a la que por conquistar y violar Zeuz se disfrazó de bello toro albino.

Quizá ese principio marcó el camino europeo, pero los baskones de Irulegi tenían otra herencia y vivían su buenaventura. Eran hijos del padre Aitor y de Ama Lur, nietos de Illargi Amandre. Más antiguos que el mito, más allá de toda codificación. Que seguimos siendo enigma. Nos llega con Irulegiko eskua la certeza de que hablábamos el idioma que hoy mantenemos pese a las tremendas condiciones históricas padecidas y que aún cuelgan en algunos comentarios sobre la palabra euskerika de felicitación.

Pero es mejor recordar que más hace para la felicidad de un pueblo la mano de bronce tendida en un gesto amistoso que la espada de acero conquistadora que procura desesperación. Recibo en este día de gracia que nos ha procurado la Sociedad Aranzadi, el mensaje de 2.000 años de mis antecesores baskones. Recuerdo las noches a mi aita exiliado de su Algorta natal por la causa del euskera, haciendo labor de destierro fecundo para que el idioma natal no muriera en la época atroz del franquismo, que para batirnos como pueblo nos negaba la lengua que molestaba a sus fines. Logró aita la traducción inmediata de idioma europeo del presente y aun del tiempo de Grecia, y lograr texto euskeriko sin dificultad, sin más ayuda que la del diccionario de López Mendizabal, desterrando el mito de la pobreza idiomática de los baskones. Recuerdo a mis hijos acudiendo al programa novedoso y peligroso, de una ikastola fundada desde el trabajo generoso y la ilusión ilimitada de unos padres a los que la quehaceres de la vida había arrebatado el euskera de los labios. Veo a mis nietos comunicarse entre ellos, de manera natural, en el idioma varias veces milenario.

En mi corazón entra el gozo de conexión con mis raíces, el regreso a lo sencial de Nabarra, la que fue reino admirable por sus leyes, no por sus conquistas. La que a sus reyes delimitó dominio, alertándoles en el día de su coronación en la catedral de Iruña, que era como cada uno de los nabarros pero que todos ellos juntos eran más que él, y que estampó en las Juntas de los Infanzones de Obanos, siglos XIII y XIV, la frase lapidaria de “hombres libres en patria libre”. Hoy diríamos “Hombres y mujeres libres en patria libre”.

Veo eso en la mano de bronce abierta exhibiendo la palabra mágica Zorioneku, resucitada de entre las profundidades del poblado de Irulegi, incendiado, sepultado y recuperado, una voz de de nuestro pasado, un pronóstico de porvenir. Siento como si me hubieran otorgado una bendición y admito que tengo un día feliz.

La autora es bibliotecaria y escritora.