Hace unos días, el Departamento de Educación del Gobierno de Navarra comunicó a los colegios Irabia-Izaga y Miravalles-El Redín la extinción de los conciertos de Bachillerato por los cuales esos centros han recibido durante varias décadas fondos públicos para cofinanciar el ciclo de enseñanza que ofrecen en sus instalaciones. El motivo de la decisión es el hecho de que, al negarse a crear aulas mixtas para su alumnado de secundaria, aquéllos no cumplen los requisitos establecidos por la Ley de Educación para poder obtener esas ayudas administrativas.

Este asunto viene de lejos. En los últimos años ha adoptado el cariz de un pulso entre el Gobierno Foral y la institución gestora de esos colegios, representada oficiosamente por algunos partidos y asociaciones afines a ella. A través de distintos foros y con diferentes estrategias, esos centros educativos han intentado desviar la atención, ganar tiempo, han confiado en que otros temas más perentorios, un cambio de jefatura o la propia lentitud inherente al sistema aparcasen la cuestión como ocurre con otras muchas a lo largo de cada legislatura. Al final, sin embargo, han acabado topando con la Ley y con el procedimiento que lleva a su ejecución.

Más allá del aspecto político-administrativo, de los asideros legales situados a otros niveles y a los que los centros se aferran en un intento más de, en expresión de Daniel Innerarity, “sustraerse a lo común”, es obvio que existe un debate abierto sobre la conveniencia o no de separar a los alumnos por sexos. El argumento habitual de los gestores de esos colegios para obcecarse en la segregación es que el desarrollo físico y mental es distinto en chicos y chicas, y que esa asimetría, por tanto, justifica la uniformidad dentro del aula.

Claro, ese argumento sólo es un pretexto. Quienes lo alegan saben muy bien que, en lo que respecta al proceso de maduración, puede haber la misma diferencia, tan objetiva como la que ellos ven en la contraposición masculino-femenino, entre un chico nacido en enero y otro en diciembre de un mismo año, o entre un muchacho nacido en España y otro de familia inmigrante, o entre uno criado en un barrio trabajador y otro de una urbanización de clase alta, o entre un chico sin discapacidad y otro discapacitado. Lo que ocurre es que, como en esas instituciones no se acoge por principio esa diversidad, no se da cabida a todas esas variantes de alumno, la única distinción llamativa que queda en sus aulas es la de varón o mujer.

Sí, en este asunto resuelto ahora por el Gobierno, la controversia se ha simplificado demasiado, se ha reducido a una sola cuestión, la de juntar o no a chicos y chicas en un mismo recinto. Y es que, aunque detrás de ella haya también por parte de los responsables de esos colegios una visión determinada de cómo deben ser las relaciones entre los sexos, de cómo debe ser la educación sexual en clase, es decir, hay una intención clara de no abordar, de soslayar ese aspecto de la formación integral de una persona, la cosa va mucho más allá, lo que subyace en el fondo de este debate es la realidad de una enseñanza doctrinaria y uniformadora cuyo resultado son alumnos clonados a quienes durante horas, días, meses y años se persuade, se transmite el mensaje de que cualquier individuo distinto de ellos y cualquier idea distinta de las suyas constituye una anomalía, algo lejano, extraño y defectuoso que conviene evitar.

He ahí lo que debería debatirse, lo que deberían plantearse los padres antes de escolarizar a sus hijos. Harían bien en preguntarse si quieren que éstos sean personas con la capacidad y la empatía necesarias para relacionarse con el prójimo, para entenderlo y aceptarlo tal como es, en su diversidad y en su complejidad. Harían bien en preguntarse si quieren verles salir del colegio, cuando alcancen la mayoría de edad, con el criterio y la amplitud mental suficientes para escuchar ideas distintas, para internarse en otra clase de lecturas, para asumir otras perspectivas, para comprender otras situaciones, para ver el mundo de muchas maneras. Harían bien en darse cuenta de que, en otro caso, si deciden llevar a sus hijos a ciertos colegios, delegar su educación en esas instituciones que promueven la segregación, lo que les entregarán sus responsables al final del contrato serán nuevos ejemplares de lo mismo, autómatas a quienes ni siquiera hará falta poner uniforme porque ya serán idénticos como muñecos.

A menudo se cree que el paso del tiempo, que el tránsito a la madurez, que una serie de experiencias o una determinada trayectoria profesional en la vida corrigen las posibles carencias habidas en el periodo formativo. Sin embargo, no tiene por qué ser así, no siempre es así. No sólo porque las personas educadas en ese tipo de entornos acostumbra a permanecer en ellos, a no moverse del sitio, a relacionarse sólo con sus iguales, a no mezclarse con nadie diferente, a seguir una senda marcada de antemano por otros, sino porque muchas veces la contumacia de su forma de pensar, el anquilosamiento de las convicciones incrustadas en su mente es tal, que no cambian en absoluto. Entonces uno se topa con ellos en ciertos lugares, coincide con ellos en ciertos momentos, convive con ellos en determinadas circunstancias, y comprueba con estupor cómo, a pesar de que ya son mayores y han pasado por alegrías y adversidades como cualquier ser humano, continúan cerrados al exterior, siguen eludiendo foros de debate y pensamiento, obras literarias y artísticas que les interpelen intelectual y estéticamente, que cuestionen sus creencias, que les hagan dudar en un sentido positivo, siguen negándose a sí mismos, en definitiva, ese espacio de libertad que todos necesitamos para poder desarrollarnos en plenitud.