En Venezuela, este principio de marzo varios dirigentes reunidos rememoraron la muerte hace diez años de Chávez y los diez del mandato de Maduro. Hay 7 millones de venezolanos deambulando por el mundo buscando rehacer sus vidas, la pobreza agobia al 90% de la población del país petrolero, las otrora bellas poblaciones de Petare y Maracay registran la mayor tasa de peligrosidad de América latina. Para los dirigentes reunidos al son de corneta estos datos resultan minios.

Mi amiga bibliotecaria ha muerto consumida por la situación del país que adopto como suyo. Nacida en Berlín, recordaba la explosión de las bombas, el retumbar del suelo, el cuerpo de su madre sobre el suyo para librarla del mal de aquella guerra atroz. También tenía memoria, y sus ojos azules destellaban, del día en que recibió sobre su cabeza la luz de Venezuela. La tranquilidad que la invadió pues había cruzado, y con cinco años, el túnel que va desde el infierno al paraíso.

Nos conocimos inaugurando carrera de Biblioteconomía y Archivos en la Facultad de Humanidades, Universidad Central de Venezuela, en régimen nocturno. Eramos pocas las mujeres que decidíamos tal camino que nos permitía trabajar de auxiliares en el día. Contábamos 17 años, cargábamos a la espalda el exilio de nuestros padres y nos tocaba organizar nuestras vidas sin contemplaciones. Mi amiga entró a trabajar en la Biblioteca de la Escuela de Filosofía fundada por Juan David García Baca, quien nos confió –arropados por los sabios libros de pensamiento metafísico inaugurando nuevas estanterías–, su sueño de regresar a su Nabarra natal llevando consigo su biblioteca, cual Atlas cargando el peso del mundo. Cada libro comprado en su exilio, afirmó, era una arepa, pan de maíz venezolano, que no comió. Él murió en América, pero su biblioteca regresó y forma parte del patrimonio cultural de Nabarra.

Antes de formar una familia, mi amiga abandonó el ateísmo paterno para bautizarse en la fe evangélica luterana en su capilla de La Castellana. Fui su madrina en el acto sencillo y conmovedor, y de su primer hijo, con quien mantengo afectuosa relación. Entre tanto, ascendió a altos cargos bibliotecarios, aplaudida fue por su talento organizador, sus impecables prácticas de catalogación, clasificación e indización, por trabajos como La Bibliografia de Martin Heideger, Exposición de obras sobre danza y música folklorica venezolana, Periodismo y política en Venezuela. Cincuenta años de historia, etcétera. Fue documentalista de un ministro venezolano en Naciones Unidas. Dominaba alemán, castellano e inglés.

Desde ese intenso mundo intelectual, ella acompañó a su marido a la creación de una hacienda de café, retiro para su vejez trabajadora. Con un tractor alquilado, ambos horadaron la tierra cimarrona, por los lados de los valles húmedos y cálidos de Aragua, depositando semillas, cuidando en su crecer y blanco florecer, recogiendo su fructificación. Mi amiga comentaba, con aquella sonrisa que alumbraba su bello rostro, que la tarea agrícola semejaba a la de la lectura en el alma humana. Era un buen sembrar para un mejor recoger.

Sus hijos, profesionales, hubieron de huir de la tierra de Gracia que Chávez desgració, y a ella le tocó por ese tiempo enterrar en el cafetal a su compañero amado y al perro fiel que se fue con él, y enfrentarse al despojo de la hacienda que más nunca produjo café. Y al de su casa, a la que despobló de sus libros de agricultura, bibliotecología, filosofía, ingeniería y poesía alemana. Los dejó en el portal antes de cumplirse el plaza de despojo y hubo quienes los recogieron, bendito rescate para el fuego de la noche de los cristales rotos que venía. Mi amiga finalmente abandonó su Venezuela. La salud perjudicada, la mente desviada.

En este duelo que me aflige, mi mente viaja a Gernika, reviviendo el padecimiento de mi pueblo, la guerra de Europa y del mundo, y se detiene angustiada en Ucrania, atenta a los ancianos que han perdido hasta su mínimo futuro, a los jóvenes que luchan en el frente en vez de cultivar campos o acudir a las universidades, en los niños víctimas de semejante despojo, obligados al exilio. Allá donde vayan irán recordando lo que debió ser y no es. Nunca lo será. Los hombres del mal, Chávez, Franco, Hitler, Mola, Mussolini, Putin, Stalin… destrozando la felicidad human hasta en la minúscula acción de apretar la mano del padre o abrir un libro y leerlo bajo un árbol. Destrozan la concordia de una vida que cada uno de nosotros solo vivimos una vez. Nada más que una vez.

Mi amiga bibliotecaria ha partido en fecha en que conmemoramos a las mujeres, emprendedoras y valiosas. Ella lo fue. Recuerdo su voz con su dulce acento venezolano, retomando para sí la consiga de su admirado Mandela “...Debemos ser capitanas de nuestra alma” y añadía, como si dirigiera una orquesta –la música era clave en su vida–, ser dueñas de nuestros pasos, críticas de nuestras lecturas, compañeras de nuestros maridos, rectoras de nuestros hijos. Que nos recuerden no solo porque tuvimos un sueño, sino porque lo forjamos. Cual cafetos que han triunfado de la oscuridad trabajosa de la siembra y se alzan hermoso bajo el sol con sus flores blancas estrelladas que finalmente otorga su vivificante fruto rojo para favorecer otras vidas.

La autora es bibliotecaria y escritora