Hay quien analiza la política mirando solo a lo inmediato, pero hay otra mirada, que sin dejar de lado el día a día, profundiza y se proyecta en una dimensión temporal más amplia, tanto hacia el pasado como hacia el futuro. En esta perspectiva lo primordial es captar los procesos históricos, esto es, la sociedad en constante movimiento. No se limita a lo electoral-institucional ni al presente, y pretende de este modo comprender los cambios a largo plazo para dar cuenta no solo de aquello que ya ha tomado cuerpo, sino también de lo que hoy todavía no es pero puede ser mañana. Esta es la que yo elijo para preguntarme qué está en juego en las elecciones del 28 de mayo en Nafarroa.

Obviamente, tras esa fecha se van a conformar los nuevos ayuntamientos y concejos y el Parlamento Foral y el Gobierno de Navarra. Pero de acuerdo con el enfoque que propongo, lo que se ventila es mucho más que el reparto del poder institucional para los próximos cuatro años. Hablo de la consolidación o el retroceso del avance histórico que Nafarroa dio en 2015 al poner fin a la coalición de facto UPN-PSN y cortar de este modo la continuidad de la versión navarra del régimen del 78. Desde aquel momento han chocado dos tendencias, la lógica del régimen (todavía dominante en las discusiones sobre el euskera, el Tren de Alta Velocidad y otras cuestiones…) y la lógica postrégimen, todavía en construcción y por tanto en disputa, que ensaya de un modo contradictorio y a veces muy precario mecanismos para avanzar hacia un nuevo orden político. Llevamos ya varios años en esa transición compleja y abierta, que no sabemos si conducirá a una vuelta del régimen o a la renovación profunda de nuestras instituciones y nuestro orden político, pero está claro que una gran parte de nuestra sociedad ha vivido como avance esta nueva etapa y no desea volver al pasado.

Uno de los ejes de eso que hemos llamado el régimen ha sido la exclusión estructural del vasquismo-abertzalismo. Este orden político se construyó con la coartada de un supuesto anexionismo vasco que exigía mantener Navarra en alarma permanente para justificar así un apartheid cultural y político que ha llegado a extremos gravísimos. En sus años como pareja de hecho, las diferencias entre la derecha y el PSN fueron diluyéndose y 2015 marcó un corte radical, que hizo ver al partido ahora liderado por Chivite que necesitaba marcar un perfil diferenciado. Hoy en día la lógica de la exclusión ya no opera del mismo modo y el régimen sigue en crisis porque quienes habían sido condenados a vivir fuera de las murallas las han cruzado.

Hará falta que pasen más años para evaluar el alcance del cambio que ha vivido Navarra en estos últimos años, pero los partidos y agentes sociales no pueden esperar tanto tiempo y ya se encuentran divididos entre aquellos que han comprendido la llegada de un nuevo tiempo y quienes todavía creen posible una vuelta al pasado. A fin de cuentas, un régimen político es la cristalización de unas determinadas relaciones de poder, pero a la vez crea su propio entramado en el que cada agente se define en su relación con los demás. De hecho, hasta las posiciones anti-régimen forman parte de esa trama, porque todo orden político se define en positivo y también a partir de lo que deja fuera.

En 2015 confluyeron una profunda crisis de legitimidad del régimen navarro (dietas, privatizaciones, corrupción…), el progresivo fin de la acción armada de ETA y reposicionamiento estratégico de la izquierda soberanista y el 15M, todo ello en medio de la resaca del crack de 2008. En ese clima de activación, los deseos de cambio, en fermentación social desde mucho antes, llegaron a las instituciones. Eso lo cambió todo, y aunque aquellas mayorías no pudieron reeditarse en 2019, no se volvió a la etapa anterior.

Una de las consecuencias de esta sacudida ha sido el cambio en las relaciones entre los actores políticos. El posicionamiento con respecto a ETA ya no puede seguir siendo el eje fundamental y algunos partidos lo han comprendido, pero otros no. Presentarse, en un tiempo sin ETA, como el partido más anti-ETA, ha llevado a los de Esparza al borde del precipicio, frente a un PP que parece haber sabido leer mejor el signo de los tiempos. Si los vascos han cruzado la muralla, no tiene sentido subir a las almenas a defenderla y lo que toca es apostar por una derecha estatal fuerte. En ese mundo, la pujanza no está ahora precisamente en la moderación: lo que prima en sus jóvenes generaciones es un estilo macarra y pendenciero que se presenta como transgresor.

Es imposible saber cómo quedará la derecha tras este cruce de navajas, pero la crisis en la que se encuentran y sus dificultades para hacernos volver al pasado nos invitan a valorar lo que nos jugamos este 28 de mayo. Los cambios de estos años han sido beneficiosos para la mayoría de nuestra sociedad y necesitamos darles nuevos impulsos y plantearnos nuevas metas. Por eso es muy importante valorar aquello que está fermentando en nuestra sociedad, lo que todavía no es pero puede ser en el futuro cercano. Tenemos la oportunidad de consolidar esta nueva dirección de la política navarra y blindarla mediante cambios estructurales profundos, para asegurarnos de no volver nunca al pasado.

Para ello necesitamos formular horizontes compartidos, y eso solo puede liderarlo quien tiene un plan de largo plazo. El soberanismo de izquierdas ha demostrado ser capaz de pactar, de asumir costes y contradicciones para mejorar la vida de la gente y a la vez mantener sus objetivos estratégicos. Nafarroa necesita flexibilidad para sumar y firmeza para avanzar, y eso pasa por plantearnos como sociedad tener el máximo nivel de autogobierno. Necesitamos construir un nuevo orden político, cuyo embrión ya está tomando cuerpo en la sociedad, pero que todavía no ha calado en las instituciones. El 28 de mayo podemos dar un nuevo paso.

El autor es director de la Fundación Iratzar