Estado de derecho, democracia, constitución; son expresiones con las que tratan de ahogar los partidarios de la Constitución española vigente los gritos de su subconsciente, que acusan la falsedad de su pretensión. Una Constitución resultado del acuerdo entre los franquistas pragmáticos y la mayoría histórica de quienes habían conformado la oposición a la dictadura; acordes todos en una reforma del sistema franquista que se limitase a modificar los métodos de gobierno acomodados al modelo constitucional de Europa occidental.

Los implicados tuvieron el cuidado de marginar a quienes reclamaban la ruptura con el régimen autoritario, que había permitido a la vieja oligarquía y adláteres la recuperación y afirmación del orden social histórico y recursos materiales de su poder, mediante las transformaciones en las estructuras socio-económicas, adecuadas a una sociedad industrial avanzada de finales del siglo XX. El resultado quedó expuesto en la Constitución de 1978. Esta constitución en lo que se refiere a su funcionamiento se basará en una doble cámara representativa designada por las imposiciones de las organizaciones políticas –partidos–, procedimiento que deja la designación de los representantes del pueblo en manos de los dirigentes políticos, obstaculizando igualmente la libertad del presunto ciudadano, para optar por el representante que considere idóneo. A esto hay que añadir el funcionamiento de la labor legislativa, en manos de la oficina parlamentaria de cada formación política, quien controla toda la intervención del representante a la hora de intervenir en los debates y decidir la postura individual del parlamentario. Este procedimiento anula por completo la posibilidad de que el representante parlamentario transmita la sensibilidad del elector en las decisiones que se adopten por una asamblea legislativa, sometida a los intereses y maniobras de las instancias partidarias. Por lo que se refiere al ejecutivo, el gobierno dispone de todos los instrumentos para la toma de decisiones, únicamente condicionado por los poderes reales –fácticos–, enmascarados tras los organismos corporativos que integran el sistema institucional y organizaciones de la sociedad civil; inaccesibles al ciudadano normal y con capacidad para influir en los organismos de todo tipo de la estructura administrativa.

Por lo que al poder judicial respecta, en principio destacar su aparente irrelevancia en el terreno de lo político; en definitiva, constituido por funcionarios de carrera, a los que se supone que actúan al margen del interés individual, decidiendo con la imparcialidad más absoluta lo determinado por las leyes. El poder judicial tiene conferida la misión de vigilancia frente a quien quebranta la ley y específicamente sobre el conjunto del aparato del Estado en todos los niveles. Es una misión presunta veladora de los derechos individuales y colectivos, con el objeto primordial de que el poder ejecutivo en todos sus niveles no rebase los límites que marca la ley. En esta materia, que los más altos tribunales, como son los superiores de cada autonomía y Supremo y Constitucional del Estado, actúen en la menor medida posible, constituye la muestra más palpable del funcionamiento correcto y del acuerdo colectivo de una comunidad con relación al ordenamiento jurídico vigente; desde luego en un marco político no sometido a una dictadura.

Un hecho que ha caracterizado al funcionamiento de la Constitución española del 78 ha sido la interferencia de los dos más altos tribunales –primordialmente el constitucional– en los desacuerdos ocurridos entre gobiernos autonómicos y del Estado. Estas altas instancias de la judicatura siguen la obediencia de los grandes partidos de ámbito estatal y de los poderes que los encuadran. En la organización de estos tribunales han depositado las fuerzas socio-políticas que configuran tales partidos, y los poderes reales que ordenan el Estado, el control institucional en general, con el propósito de impedir que quienes cuestionen el consenso constitucional consigan sus objetivos, o como fuerzas reivindicadoras de una nacionalidad, o reclamando reformas que los sectores sociales dominantes estimen peligrosas para sus intereses socio-políticos. Este denominado Poder Judicial, que se reclama imparcial tras el supuesto no compromiso de sus integrantes en los contenciosos de carácter político, constituye la instancia superior soberana que decide los desacuerdos entre las instancias políticas al más alto nivel, determinando soberanamente la entidad y alcance de las leyes en general. Lo cierto es que el conjunto de los jueces constitucionales y el Consejo General del Poder Judicial, órgano supremo en materia judicial, se encuentran condicionados, al ser nombrados sus integrantes por los partidos mayoritarios a nivel estatal y las más altas instituciones que presiden el Estado.