Cuando el error se hace colectivo, adquiere la fuerza de una verdad. (Gustave Le Bon)

De nuevo el otoño, de noches largas, con sus paisajes de ocres y rojos en una bella armonía de colores. Caen las hojas como flores y hay un brillo diferente en su cielo y en su lluvia que, como escribió Lorca, tiene un vago secreto de ternura. Nos retiramos del mar y de las hogueras de luz del verano; volvemos a nuestra telaraña cotidiana de realismo burgués donde fallecen los sueños, devorados por la enorme araña del insaciable consumismo que nos hace presos de necesidades vicarias impuestas por la mediocridad del entorno. El estado de bienestar y el pensamiento único nos han instalado en una cómoda cotidianidad que nos envuelve, como la niebla a la marisma, olvidando que toda vida tiene un epicentro, un núcleo que hay que cultivar. No nos viene mal un poco de Vivaldi para reiniciar una introspección reflexiva buscando corregir nuestros errores. El otoño nos retorna a la vida cotidiana, nos recuerda nuestras obligaciones y la necesidad de renovar ideas marchitas sumergidas en el cómodo mimetismo irreflexivo que frena la sólida configuración de nuestro criterio. Precisamos fantasía para ver la realidad, lo que tenemos cerca sin conferirle su valor real. Nuestra sociedad, bautizada en el agua del agnosticismo, adolece de apatía. Con el otoño llega el bullicioso regreso de los estudiantes a sus centros de enseñanza, en los que ya se cuestiona la panacea digital de la educación. Hemos leído recientemente que Suecia abandona esa línea educativa, priorizando el retorno a los libros de texto. Aparecen nuevos corpúsculos en el deterioro de la razón, y la inquietud se va generalizando ante los efectos perniciosos que los móviles provocan en los niños. La Agencia Española de Protección de Datos enciende la alarma: la edad media de acceso a la pornografía se sitúa en los ocho años. Durante la niñez y la adolescencia, el cerebro se encuentra a merced de todas las sensaciones que irán configurando su personalidad y, al igual que la magdalena de Proust, estas sensaciones actuarán, con sus evocadores efectos, en su futuro de adulto. Pero el tema va mucho más allá. Hasta el presente, los defensores de los emojis y emoticonos, que se han apoderado de la sintetización universal de los sentimientos, han mantenido que estos añadidos enriquecen la comunicación, afirmación que carece de espíritu crítico y de observación, ante un empobrecimiento del lenguaje que es sustituido, más que complementado, por estos caracteres que aportan un grado de terrorismo lingüístico, actuando como pararrayos de las singularidades personales. Los demagogos de la tecnología han ido demasiado lejos en la defensa a ultranza de un progreso que empieza a mostrar su espada de Damocles pendiendo sobre la humanidad y sobre nuestro planeta. El progreso es despiadado en la medida en que lo situamos erróneamente contra la naturaleza jugando a nuestro dominó de mentiras. Surge un nuevo rubor ante las manifestaciones emocionales a través de la palabra y, como consecuencia de ello, hay una tendencia a no exteriorizar en nuestra presencia aquello que se nos ha manifestado en un wasap mediante iconos digitales. El empobrecimiento del espíritu humano está caminando hacia un nuevo primitivismo. En el deterioro del lenguaje hay implícito un grado de fracaso en la enseñanza, en la que no hay planes adecuados de formación lingüística. La ciudadanía precisa que el gobierno se implique en esta problemática pero, entre el papeleo de Madrid y la retórica de Barcelona, hay una frigidez política poblada de trampas, en un interesado flirteo centrado en vendernos su mercancía electoral, destapando una sociología política que nos muestra el carácter inconstante de las Constituciones. Leer, escribir y hablar cobran prioridad ante el deterioro y degradación cultural que estamos viviendo; la lengua es clave para el avance de una sociedad y su particular manera de ver el palpitar del mundo. Decía Unamuno que la lengua no es la envoltura del pensamiento, sino el pensamiento mismo. El limitado conocimiento del idioma está propiciando una comunicación con evidente empobrecimiento del léxico, generando la destrucción del pensamiento. Hablar de cualquier modo equivale a aceptar el mundo de cualquier modo. Somos el reflejo de nuestra lengua, pero las incongruencias humanas están logrando que, mediante el mal uso de las tecnologías digitales, veamos desplazarse nuestro suelo moral. El miedo a estar desconectado es una vasta ignorancia de la comunicación real; nos aparta del tiempo que precisamos para nuestra propia introspección, para darnos cuenta que cada ser vivo es el cauce por donde fluye la vida. Esta nueva forma de comunicarse está consiguiendo echar abajo el esbelto y fecundo edificio de la palabra con mayúscula. A través de los móviles, mediante emojis y emoticonos, se comunican sentimientos de alegría, pena, cansancio, tristeza, amor…, pero todo ello pierde la sutilidad de los matices que precisamos percibir, mediante el lenguaje oral o escrito, y que nos dejan en el pecho una palpitación, un vaivén de emociones, haciéndonos más humanos en la actividad entrañable de existir. Estos caracteres solo funcionan como matiz de los pensamientos expresados a través de las palabras generadas por la sensibilidad, el conocimiento y la reflexión. Decía Heidegger que solo hay mundo donde hay lenguaje. No hay cultura donde no hay principios; no hay validez de ideas propias donde no se acepta la verdad ni las reglas del juego que de ella emanan; cuando la cultura nace con prejuicios, nace muerta. En nuestra vida cotidiana hay una penuria del idioma que va restringiendo el número de palabras, impulsándonos a dejar la belleza de la comunicación para la literatura. Las mentiras de ayer y de hoy pasan sobre nosotros como un ilustrado pájaro de confusiones, apartándonos de la esencia de la vida y de la permanencia de la verdad, mientras nos ponemos en las interminables filas de las masas sin escuchar nuestras voces internas más íntimas. Nos advertía Concepción Arenal que el error es un arma que acaba siempre por dispararse contra el que la emplea. En un mundo que sigue teniendo una paz de palomar con alambradas de trincheras, precisamos hacer uso del don de la palabra. El hombre, fatigado, hecho de leyes, ve avanzar hacia sí la tecnología y, con ella, los océanos agitados de internet en los que muchos sucumben y entregan su espíritu a la taxidermia. El neoliberalismo utiliza las fake news para inocular veneno en esta época de desconciertos. El ser humano se miente a sí mismo, se argumenta, se falsifica y se persuade de la misma verdad que es, en realidad, la misma mentira de párrafos negros. Nuestra sociedad sigue a Sancho Panza alejándose de Don Quijote y de su locura idealista. Hemos perdido la virginidad en la mirada y la capacidad de clarividencia para recorrer con dignidad nuestra existencia en armonía con la naturaleza. La política y la vida siguen; todo va deprisa en el tren del oportunismo y el suspense. Siempre está ocurriendo algo fantasmagórico en este valle de bostezos que nos acerca a la triste estación del crepúsculo de las ideologías humanistas. Yo no soy más que mi gran herencia, escribió Goethe; que el buen uso de nuestra herencia mejore el futuro es algo por lo que merece la pena reflexionar y luchar.