Avanzamos, afortunadamente, hacia una sociedad integradora que empieza a ser consciente de las necesidades de cada persona y a normalizar todo tipo de situaciones personales. Cada vez más gente se encuentra en una situación de movilidad reducida, es decir, que no tiene autonomía para moverse y que necesita ayuda externa, bien sea en un momento determinado de su vida o de forma permanente.

Hay muchos tipos de limitaciones para la movilidad, como la visual grave o la intelectual, pero me voy a centrar en la limitación física, en la que necesita de ayuda de medios complementarios mecánicos, como es la silla de ruedas, para poder transitar.

Nadie elige tener movilidad reducida, es la vida misma la que decide por ti. La vida, todo lo que tiene de hermosa, de bella, de maravillosa, lo tiene también de caótica, de imprevista, de no saber qué te va a pasar inmediatamente después. No la puedes ver venir, cuando te da el zarpazo las secuelas son inevitables.

Puedes estar bien, muy bien, incluso sorprendido de lo bien que te va y sin embargo puede suceder algo a tu alrededor que trastoque todo tu confort. Un padre, una madre, un hermano, una hermana, un hijo, una hija, un marido, una esposa, un amigo, una amiga, o tú mismo, tú misma puedes verte inmerso en una fatal circunstancia que ponga patas arriba todo lo que habías conseguido y además, que no sirva para mucho. Un accidente, una enfermedad, te puede arrastrar a una silla de ruedas de por vida. Y vivir con una silla de ruedas no es fácil, todo se vuelve hostil, complicado, imposible, llegando en situaciones a provocar el aislamiento, la soledad, el no querer salir. Porque salir es enfrentarse a un campo minado, labrado, pantanoso y sin agarres. Un pequeño escalón convierte cualquier sitio en un lugar inaccesible, un pavimento rugoso hace que el transitar sea peligroso, una manilla alta y distante cierra todas las puertas, una farola o un árbol en medio de la acera impiden el paso y te tienes que dar media vuelta.

Toda persona cuando anda puede moverse por cualquier suelo, salvar cualquier desnivel, cualquier obstáculo, abrir cualquier puerta, pero una persona con movilidad reducida no, estas personas no nos pueden seguir a cualquier sitio, no es su limitación, son las trabas que se les ponen lo que les dificulta o imposibilita el poder ir.

Una sociedad madura, culta y sensible tiene que diseñar sus ciudades, sus pueblos para la gente con más dificultades. Una sociedad que no cuida ni piensa en las personas más débiles es una sociedad que tenderá al embrutecimiento y este es el preludio de su propia autoextinción. Esparta practicaba la eugenesia, arrojaba al barranco a los niños débiles o con defectos. Esparta se creía fuerte, invencible, como un roble. Pero el roble una vez que se quiebra, se desgarra, se muere, se seca y acaba desapareciendo. En cambio, una sociedad flexible actúa como un junco, el viento lo puede llegar a tumbar pero no podrá romperlo, se vuelve a levantar tras cada tormenta para lucir de nuevo hermoso. Es lo que se llama resiliencia. Una sociedad resiliente, empática, es una sociedad humanamente fuerte e invencible. Porque ha entendido y lo ha hecho suya, que todos y todas somos importantes y valiosos. Porque todos y todas podemos ser fuertes en un momento y débiles en otro.

Una sociedad así debe repensar sus calles, sus plazas, sus edificios y solucionar los problemas de accesibilidad. Son los y las concejales de urbanismo junto con los y las arquitectas urbanistas municipales las que tendrían que coger la responsabilidad de revertirlos. Porque son ellos los que aprueban los planes urbanísticos, los que fijan las normas y criterios para los diseños y los que dan el visto bueno a lo que se presenta. Vivimos en ciudades y pueblos diseñados en otros tiempos para otro tipo de sociedad, para otras necesidades, pero ya no hay excusa. Se han hecho grandes actuaciones en zonas concretas, pero no es suficiente, toda la ciudad requiere su adecuación. Hay que actuar en la globalidad para hacer las ciudades y los pueblos vivibles y transitables para todas las personas.

Las Escuelas de Arquitectura deberían tener una asignatura obligatoria (también para toda persona que se preste a dedicarse a la política o la gestión pública) donde lo que se aprendiese fuese ser una persona con movilidad reducida, sentarse en una silla de ruedas y recorrer todas las calles, para así ver y sentir cómo un mal diseño o un diseño caprichoso te imposibilita ser un ciudadano más. Tendrían que sufrir en carnes propias la dificultad, la desesperación de no poder avanzar, para así, cuando les toque diseñar calles, plazas o edificios, se lo piensen dos veces antes de dejar tirados a un montón de ciudadanos como ellos, como ellas, o como sus padres, sus hermanos, sus hijos, sus amigos, o esperemos que no, a él mismo.