Llevo luto por tres hombres muertos de forma violenta. Uno mis manos en actitud de oración porque nadie, y menos ellos, merecen semejante final. El niño Mateo, siete años, Lizarra, cursaba primaria en ikastola y estrenaba vida. Para él eran nuevas las orillas del río Ega y podía aspirar a recorrer sus más de cien kilómetros a lo largo de su juventud y madurez. Mateo tenía un futuro amplio y amable en un hermoso sitio de esta tierra nuestra, pero sufrió muerte violenta por quien le dio la vida y debió estar vigilante de que fuera buena, más en acto asesino se la arrebató, despeñándolo, amarrándolo entre los brazos que debieron acunarlo, de lo alto del Balcón de Pilatos. Estrelló su cuerpo infantil contra el suelo que solo debieron tocar sus pies para correr. Dejó Mateo de ser promesa y se convirtió en dolor de quienes padecemos este duelo de aflicción. Para quienes como madres sabemos lo que a Eguzkie le costó traerlo al mundo, enseñarle a caminar y hablar, reír y cantar. Debiera haber sido ola y corriente del Ega, y ha quedado en su orilla, aunque recuerdo entrañable y perpetuo en nuestro corazón.

Poco días antes supimos de Iban Illarramendi, 46 años, Zarautz, muerto junto a su compañera Loren, chilena, en el kibutz Kizzufin, a pocos kilómetros de la frontera de Gaza. Sorprendidos por el ataque de Hamás, cayeron de sus manos las herramientas agrícolas y quedaron indefensos ante la brutalidad asesina. Los quemaron vivos, y aún dejaron creer, alimentando falsa esperanza, que estaban entre los rehenes. Iban y Loren son restos de arcilla calcinada de lo que quisieron fuera tierra de cultivo. La playa de Zarautz hoy parece vacía porque el Iban que de niño jugó en sus arenales, no volverá. Tocan a muerto las campanas y los corazones se mantienen tristes por la muerte feroz. Y mi mente regresa a Gernika en su día de feria, víctima del bombardeo fascista, convertida en hoguera una comunidad que exponía el fruto de su trabajo de siembra. Quedaron tendidos en el suelo de la plaza democrática baska, a los pies del árbol libertario, hombres y mujeres con la boca abierta exhalando por siempre jamás un gemido de dolor. Y no hubo cosecha aquel año, ni en los muchos que le siguieron.

En estos días se cumplen 30 años de que Joseba Goikoetxea, 42 años, Bilbao, un hombre de bien, sargento de la mayor de la estrenada Ertzaintza, fue abatido a tiros por ETA. Iba al volante de su coche, acompañado de su hijo adolescente, y paró en un semáforo próximo al Campo Volantín. Fue tiroteado y murió cuatro días después sin recobrar la conciencia. Quienes le tratamos en los principios del quehacer nacionalista, recordamos al hombre joven y agradable que fue, siempre dispuesto, guía por los vericuetos de Bizkaia para allegarnos a las reuniones de aquellas primeras juntas municipales, haciendo camino de reconstrucción nacional que la guerra y la dictadura nos trancaron.

Nadie merece morir abatido, señalado por un juez invisible que se arroga el derecho de vida y muerte sobre los demás, oculto en las sombras, motivado por un rencor asesino. Recuerdo el dolor del día en que nos quedamos sin Joseba, y de todos los días que se han ido sucediendo y que conforman los 30 años de su ausencia. Fue obrero de la causa de Euskadi, pero murió sin ver realizada la obra por la que tanto empeñó. Ahora reabro la página de ese voluminoso libro negro en que se registran los muertos por violencia, y leo los nombres de de un hombre y un niño baskos que se nos han ido en lo mejor de la vida, cada quien realizando lo que convenía a su condición y creencia. Goian bego.

*La autora es bibliotecaria y escritora