Estos días de finales de otoño han coincidido en la prensa varios artículos y entrevistas cuyo asunto principal es el agotamiento que Internet está generando en muchas personas. Por un lado, Carlo Padial, guionista y reportero de medios digitales, autor de la novela Contenido, culpa a los smartphones de ese fenómeno y dice que la Red “nos ha enfermado a todos, que vamos a necesitar unos años para recomponernos a nosotros mismos”. Por su parte, Karelia Vázquez, especialista en la relación entre tecnología, filosofía y cambios sociales, escribe en su artículo Por qué Internet se ha convertido en un sitio tan aburrido que la Red “ya no es una ventana al mundo, ni fuente inagotable de información, ni siquiera un lugar donde pasar el tiempo, (...), es algo cada vez más soporífero, uniforme y poco fiable”. Por último, Franco Berardi, pensador y activista italiano, afirma que “la posibilidad de Internet como lugar libre se acabó. Entramos en este lugar esencialmente triste, en este espacio depresivo de relaciones virtuales, desencarnado, en el que estamos obligados a trabajar para un patrón invisible”.

Si hubiera que indicar un denominador común en estos y otros análisis, en estas y otras opiniones recientes acerca de la deriva del universo digital, podría señalarse la idea de que nos encontramos en un momento donde las sensaciones de tedio y hartazgo se mezclan con la inquietud ante la sospecha cada vez más acusada de habernos convertido en proveedores no retribuidos de un volumen inmenso de información sobre nosotros mismos. Cansados de la novedad, del estímulo social e intelectual que Internet supuso durante un tiempo, ahora somos más conscientes de que, como nos recuerdan los autores mencionados arriba, nuestro suministro constante de fotos, de vídeos, de memes, de historias, de textos, de hipervínculos; nuestras búsquedas, consultas, lecturas y registros; nuestros mensajes escritos y recibidos; nuestras descargas, activaciones y conexiones, toda nuestra existencia online nos ha transformado poco a poco en los galeotes esforzados de una nave que avanza sólo a costa de nuestro sudor, sin que a cambio obtengamos nada más que palmaditas en la espalda dolorida y unos tragos de agua.

Llegados a este punto, cabría preguntarse en qué momento se torció la cosa; cuándo empezamos a equivocarnos, a despistarnos, a bajar la guardia; a partir de cuándo lo nuevo se volvió trillado, lo interesante, repetitivo, lo sugerente, previsible; cuándo lo edificante o constructivo para nuestra formación, para nuestro currículum, para nuestra educación, para nuestra cultura, para nuestra experiencia de seres humanos, se convirtió en una moderna forma de esclavitud.

Y, claro, para saberlo no hay más remedio que retroceder, que echar la vista atrás como el guion de esas películas que, a través de la técnica del flashback, se remonta al pasado del personaje. Esa mirada retrospectiva debe consistir en un ejercicio honesto de trazabilidad por medio del cual podamos rastrear qué gratificación obteníamos antes de que todo este artefacto perdiera la gracia para nosotros.

Si repasamos la secuencia con atención, recordaremos que al principio se trataba de recuperar amigos extraviados, conseguir otros nuevos y mantener un canal abierto y rápido de comunicación con ellos. Más adelante, nos interesó volcar nuestra vida en forma de imágenes, mostrar sin excesivos alardes, pero tampoco muchos escrúpulos, la plenitud que habíamos alcanzado viviendo. Por esa misma época, también empezamos a gozar publicitando nuestras pequeñas creaciones, obras de todo tipo con cuya exposición virtual deseábamos recabar reconocimiento, aplauso, elogios, una admiración que creíamos merecida. Y si no lográbamos impresionar con nuestro producto, intentábamos deslumbrar, desafiar o provocar con nuestros comentarios o juicios ligeros sobre cualquier disciplina.

Hubo un momento en que la fiesta se trasladó a otro lugar, se mudó a otros ámbitos, redes, sitios, espacios o plataformas, pero siguió conservando en cualquier caso su esencia performativa, espectacular, exhibicionista, mantuvo ese tono altisonante y estridente, gritón y carente de pudor, esos rasgos que la habían caracterizado desde su origen. Más tarde, quizá a partir de la pandemia, aparecieron los primeros signos de agotamiento, las primeras señales de fatiga, empezamos a tener la sensación de que, no sólo desperdiciábamos las horas con tanto autobombo y tanto mensaje, con tanta felicitación y tanto chat, sino que incluso la búsqueda de información o el intento de profundizar en algún tema nos conducía a un callejón ya conocido, nos devolvía a una especie de casilla de salida. Y casi a continuación llegó el siguiente estadio, el más triste de todos, ese momento de los últimos años, este ahora en que ya no evitamos únicamente el contacto y la comunicación online con los demás, sino que ni siquiera nos apetece demasiado quedar con la gente en la vida real.

Claro, no es sólo cansancio o aburrimiento de toda esa oferta digital, de todo ese contenido virtual, es también decepción. De modo que la siguiente cuestión oportuna, un correlato de la planteada hace unas cuantas líneas, sería qué expectativa teníamos entonces, qué esperábamos encontrar más allá de la búsqueda de personas o de datos, de los volcados de fotos o de vídeos, de la creación de eventos o de hashtags, de los mensajes en todos los idiomas; qué hallazgo, beneficio, compañía, alivio, aportación, recompensa, satisfacción o placer no han llegado, o no en la medida que imaginábamos, hasta el punto de generar en nosotros esa decepción.

Si somos sinceros, admitiremos que con Internet nos ocurre lo mismo que con todo lo demás. Sucede que al final el juguete se rompe, el juego se repite, el recorrido se acaba, la chispa se apaga, la intensidad se enfría, el interés se pierde, el contenido se agota, el fuego se extingue. Y si hacemos memoria, caeremos en la cuenta de que ya nos pasó eso antes, otras veces, ya ocurrió que algo nuevo en lo que nos habíamos sumergido con ilusión, donde nos habíamos metido de lleno, en lo que nos habíamos implicado en cuerpo y alma, dejó de entretenernos, de interpelarnos, de entusiasmarnos con el tiempo.

Si lo pensamos bien, llegaremos a la conclusión de que lo importante es lo que queda después de ese momento, lo que aguanta ese instante de desánimo que se da tarde o temprano en todas las cosas y que es tan consustancial a la vida. En ese sentido, en lo que se refiere al universo de Internet, será un consuelo saber que seguirá ahí la comodidad de tramitar y gestionar infinidad de asuntos online; que subsistirá la ventaja de poder consultar dudas con aquellos con quienes compartamos una enfermedad, una incapacidad o una dolencia crónica; que sobrevivirá la posibilidad de superar una noche de soledad o de angustia conversando con alguien desconocido que resida a miles de kilómetros de nosotros. Y quizá entonces, constatada esa resistencia, volvamos a ver la Red con buenos ojos, como una constelación de lucecitas que titilan en la oscuridad.