El primer sonido que escuché en el exilio de mis padres fue de txistu y tamboril, en ocasión de la Gran Semana Vasca de Montevideo, octubre, 1943. Los baskos de Argentina, Chile y Uruguay aunaron esfuerzos para montar una semana cultural que nos mostrara tal como éramos en civilidad, protagonizando un desfile por la avenida 18 de julio de la capital uruguaya con la ikurriña alzada por primera vez junto a otras banderas nacionales, presidiendo aquella magna manifestación el presidente uruguayo, descendiente de baskos, Juan José Amezaga. Los expatriados del 37 junto a los descendientes expatriados de la última guerra foral reivindicaban su fe democrática y mostraban al mundo, inmerso en el conflicto de la 2º Guerra Mundial, su empeño en resistir contra el huracanado viento de muerte que padecía la humanidad y cuyo preludio sangriento fue Gernika, allí donde el zortziko basko quebró su armonía, volviéndola clamor agónico.

Los nacidos en el exilio íbamos escuchando melodías diferentes. En el sur, resaltaba el cantar de los payadores en pugna cadenciosa con bertsolaris, seguidores del bardo Iparraguirre, trajinante por las pampas uruguayas. El alegre sonido del pericón animando al baile, el zapateo dinámico del malambo gauchesco y la música melancólica del tango, con su cuarteto de guitarras y bandoneón y letra lunfarda. En Uruguay no se celebraba la Navidad, aunque aita nos cantaba su Ator, Ator mutil etxeras y en Caracas hube de escuchar la novedosa melodía de los aguinaldos: Niño Lindo, Cantemos Cantemos... que irrumpieron en mi corazón cual brisa nueva. Entré a formar parte de los Coritos de Gabon que cada diciembre se reunían en el Centro Vasco para su actuación programada del 24, en la que los Coritos visitaban las casas y cantaban, recaudando fondos para los presos baskos. Incluía el repertorio canciones, junto a las tradicionales baskas, aguinaldos venezolanos. Aprendíamos a diferenciar música de nuestros mayores, con su grave y acompasada tonalidad, contrastada con el jovial ritmo del corrido venezolano con su arpa, cuatro y maracas, del joropo que se cantaba y bailaba, del cristalino cantar del Alma llanera y del himno nacional de Venezuela, parecido a una canción de cuna y creado, quizá, a partir de ciertas notas de un concierto de Mozart.

Mi primer Gabon gaua fue en Iruña, 1972. Inauguramos un encuentro familiar que el exilio dispersó, y que nos proporcionó un benéfico calor doméstico. También me enfrenté al frío, las montañas del norte estaban cubiertas de nieve, y aprendí a caminar por las calles heladas de Iruña. No había música, sino silencio. Llamó mi atención el comentario, en voz baja, de un desfile y quizá con banda de txistularis, de Olentzero, un baserritarra bonachón que bajaba del monte cargando un saco de carbón a la espalda, rodeado de un rebaño de ovejas, y que anunciaba a los ciudadanos, lo sucedido en el Belén. Había nacido el Niño Dios, el Mesías redentor.

Años más tarde, Pello Irujo, yo y nuestro pequeño Mikel, acudimos al desfile anunciado del Olentzero, pero encontramos la ciudad tomada por fuerzas armadas. Dejamos el coche en Carlos III y apenas dados unos pasos, la Policía nos impidió el avance, comenzando un movimiento importante de hombres uniformados y con cascos, escudos y armas, hacia la plaza del Castillo. Comenzó el ruido aturdidor del tiroteo. Buscamos refugio en un portal, y allí con nuestros cuerpos cubrimos al niño pues el miedo era que sufriera percance. La movida duró mucho tiempo, las cargas policiales eran continuas, se escuchaban gritos y corridas hasta que se calmó aquel disparate peligroso. Con precaución abandonamos el refugio y alcanzamos al coche. No había sonido de Gabon y costaba entender que Olentzero pudiera causar semejante situación. Pero algunos afirmaban que la tradición renovada era un asunto etarra, otros que era una estupidez, los más queríamos una celebración simbólica y festiva de Gabon, acorde a nuestras tradiciones, pues detestábamos la violencia mantenida los 40 años de la época franquista. Queríamos expresarnos en concordia y alegría para la nueva etapa que venía. Pero la noche que debió de ser mágica con su desfile jolgorioso, se convirtió en advertencia de que no estábamos a salvo, aun muerto el dictador. Que el camino a la convivencia pacífica sería muy largo, casi penitencial.

Pero... ¿cómo explicar a un niño que la democracia se basa en la verdad y que consiste en un duro esfuerzo de madurez y entendimiento? Que desterrado el miedo producido por la obligada sumisión política que hizo escarnio, pues diferenció entre seres humanos buenos y malos, según su ideología, intentaba restarnos valentía a la hora de conjugar el verbo libertario, única fuerza para lograr entendimiento. Que ni las armas ni la imposición ni las calificativos soeces solucionan los urgentes problemas humanos. Que la democracia es un camino de permanente diálogo, de una ganar o perder y avanzando. Que es ajena al insulto y a la pataleta, sujeta al peligro de ser maniobrada. Entonces nos pareció escuchar el silbido de un txistu, el rebote alegre de un tamboril, el removerse de las raíces del bosque al son de una txalaparta. Provenía de los montes nevados y de antes del principio europeo con Roma, cuando nosotros como pueblo eramos viejos, y la Irulegiko eskua daba la bienvenida en son de paz. Y en nuestra lengua propia.

La autora es bibliotecaria y escritora