Así diremos en muchas felicitaciones de estos días. En 1911, Charles Péguy, en uno de los momentos más oscuros de su vida, compuso un luminoso poema sobre la esperanza: Le porche du Mystère de la deuxième vertu (El pórtico del misterio de la segunda virtud). En las primeras páginas, Péguy compara las tres virtudes teologales - fe, caridad y esperanza - con tres hermanas. La esperanza, para él, es una pequeña hija de la nada, “que vino al mundo el día de Navidad del año pasado”. La esperanza, como pequeña criatura, no creo que sea un tema sólo para creyentes, sino que, dado su alcance antropológico, es un tema para todos. Al fin y al cabo, cuando decimos “esperamos que...”, mujeres y hombres de diferentes culturas y religiones, ¿qué tenemos en común? Esperamos sí, pero ¿qué y sobre todo cómo? Quizás Péguy, incluso dentro de un marco cristiano, tenga algo que enseñar tanto a creyentes como a no creyentes.

La esperanza, incluso para todos nosotros, es a menudo una hija abandonada, tal vez recordada en un deseo o en una reflexión, pero fácilmente olvidada. Y Péguy explica por qué: “es esperar lo que es difícil y ésa es la tendencia, es desesperar y ésa es la gran tentación”. Péguy escribe de nuevo que, hermanas de la esperanza son la fe y la caridad, pero éstas son fáciles. La caridad es evidente. Para amar al prójimo no hay más que dejarse llevar, no hay más que mirar tanta desolación. Para no amar al prójimo habría que hacerse violencia, torturarse, atormentarse, oponerse. Endurecerse. Herirse a sí mismo. Distorsionarse, volverse del revés. Pero la esperanza es lo que asombra. A mí es la que cada vez más me asombra. Es asombrosa.

Y lo sigue siendo hoy, por todo lo que estamos viviendo. Tener esperanza es tan complejo y difícil como asombroso. Pero la esperanza no es un deseo, es una virtud, una actitud constante. La esperanza es responsabilidad constante, es fidelidad constante a lo que edifica realmente a las personas y a la sociedad. Ernst Bloch, viniendo de un contexto cultural tan diferente, diría que hay que aprender a esperar. Y para ello -escribe de nuevo Péguy- es necesario comprender que espera quien aprende a ver y a amar lo que será, a mirar más allá de la fijeza del tiempo presente, a captar, con sabiduría, el devenir. Espera firmemente quien hace nacer su esperanza de una inquietud por un magis, por un plus, de belleza, de bondad, de…

Lo importante es aprender a esperar. La esperanza, superior al miedo, no es pasiva ni, menos que nunca, se estanca en la nada. El afecto de la esperanza se expande, agranda a los seres humanos en lugar de encogerlos, nunca se sacia con lo que internamente les hace aspirar a una meta y lo que externamente puede ser su aliado. La obra de este afecto quiere seres humanos que se lancen activamente a lo nuevo que se está formando y al que ellos mismos pertenecen.

Mirar más allá de la contingencia, amar lo que será, superar el miedo, esperar como una actividad que implica y nunca aísla, soportar con paciencia, son todos contenidos mentales y emocionales que hacen auténtica nuestra esperanza. De lo contrario, es la desesperanza o el estúpido circo mediático de quienes, entre espacios políticos e informativos, cierran el 2023 y abren el 2024, entre tanta retórica empalagosa, con la mente y el corazón secos.

Feliz Año Nuevo creyendo en la fuerza vital de la esperanza, en la fuerza vital de la promesa que brota del corazón de la esperanza. Sí, virtud singular es la esperanza, misterio singular, ésta no es una virtud como las demás, es una virtud tantas veces contra las demás virtudes. Se enfrenta a todas las demás. Se enfrenta, por así decirlo a las otras, a todas las otras. Y se enfrenta a ellas. Incluso contra toda esperanza.