Nadie puede negar que el mundo haya sido tan democrático como lo es hoy, ni tampoco que la calidad de la democracia esté deteriorándose en los últimos años. Vivimos en una zona del Primer Mundo en la que una gran parte de la ciudadanía mantiene un nivel de calidad de vida muy por encima de la media mundial. Junto a esta evidencia, los movimientos populistas, autoritarios, sobre todo de extrema derecha, han ganado presencia en los últimos años precisamente en sociedades donde se vive mejor.

La tendencia es preocupante, cuando los datos muestran que las democracias tienden a proteger mejor los servicios básicos, la justicia y la igualdad. Sin olvidar que son menos corruptas y ofrecen condiciones propicias para una vida en libertad. Recordemos que la democracia no consiste únicamente en elecciones libres, que no es poco, sino también en el respeto a los aspectos como la separación de poderes o las políticas de solidaridad, con todo lo supone esto en el día a día de cualquier país.

¿Qué nos está pasando? Salta a la vista que las democracias están perdiendo calidad, en parte por los ataques que pretenden tumbar la democracia, ofreciendo fórmulas mendaces con esencia totalitaria. Siendo cierta la erosión democrática, parece lógico asegurar las libertades civiles y el del bienestar de justicia.

El avance de la ultraderecha en toda la Unión Europea es un hecho. Es una tendencia que se percibe en Hungría, Turquía o Italia, con avances importantes en casi toda Europa, incluida Suecia; sin olvidarnos del régimen autocrático en Rusia. Bien cerca tenemos a Vox y a sus logros demenciales suscritos en pactos con el Partido Popular que recortan algunas libertades cívicas básicas. Y esta erosión de los regímenes democráticos en muchos Estados visibiliza un debilitamiento general de la calidad democrática.

Lo cierto es que las formaciones políticas de extrema derecha cada vez tienen mayor representación en los parlamentos. Las mejoras en Brasil o Polonia no esconden que se vaya hacia la extrema derecha. Los casos de Bolsonaro, Trump o Milei, con su motosierra en ristre, rompen cualquier lógica de convivencia. Millones de personas pobres y en riesgo real de exclusión hacen presidentes a quienes abiertamente les amenazan con dejarles igual o peor. ¿El éxito viene de la desesperación por la decepción ante el pésimo resultado de quienes recibieron la confianza electoral, y no han cumplido?

Los partidos y movimientos populistas aprovechan el descontento de la sociedad en situaciones adversas para manipular la opinión pública y situarla a favor de sus intereses. El miedo alentado ante la llegada de refugiados huyendo del hambre y de la guerra, hábilmente manipulado en las redes sociales, desinforma y alienta un sentimiento de frustración general, especialmente la patriótica, algo que ha logrado con triste brillantez Isabel Díaz Ayuso, en Madrid. Es un buen ejemplo de éxito del peor populismo que ya no solo representa Vox.

Esta realidad no es lineal, ni obedece a una única causa, como ocurre en todos los procesos históricos, que se cuecen lentamente y aceleran cuando encuentran un catalizador que, en este caso, es una mezcla de lo político, lo social y lo económico. La desregulación mundial de la economía en beneficio de cada vez menos manos, la difícil venta de las ventajas socialdemócratas por la hábil presión populista de de la derecha neoliberal y de la izquierda más dogmática –y dividida siempre–, hacen un explosivo perfecto al que solo falta incorporar la espoleta del patriotismo excluyente que oculta muchas desigualdades.

Lo que quiero concluir es que los enemigos de la democracia están dentro al postularse como tales demócratas, pero las soluciones también. No creo que haya mejores defensas frente al retroceso democrático que en la regeneración ética de la vida política, comenzando por recuperar la pérdida de la credibilidad política, algo que pasa por el voto, sí, y por la mejora en la percepción en la ciudadanía de la política y los políticos, y del poder judicial. Por otra parte, también parece contrastada la eficacia de dimensión local de la política: algunas ciudades, como Budapest o Gdansk, destacan como defensoras acérrimas de la democracia contra su retroceso. Los vascos en esto hemos dado mucha importancia a la democracia local, con variados contrapesos que facilitan los pactos y el control democrático desde una foralidad actualizada.

No nos engañemos, el voto es el medio mejor que tenemos para frenar el embate totalitario al que nos enfrentamos. Los índices de abstención son alarmantes porque indican desafección a la política por la mediocridad e indecencia de algunos que condicionan la credibilidad de todos. Pero seamos responsables: un puñado de votos ha logrado que Polonia vuelva a la senda democrática, los votos lograron que Trump gobernase, y más tarde que se quedara fuera, igual que Bolsonaro. No nos podemos permitir semejantes porcentajes de abstención, ni descuidar la atención a quien se presenta, y para qué. Votemos en consecuencia; por la democracia.