Si podemos cambiar nuestro pensamiento, podemos cambiar el mundo. (H. M. Tomlinson)

El panteísmo de Giordano Bruno acabó llevándole a la hoguera por desafiar a la Iglesia, al afirmar que no era preciso hacer nada para ir al cielo, puesto que la Tierra ya estaba en el cielo. Pese a esta certeza, hablando metafóricamente, podemos afirmar que, tras tanto esfuerzo humano y tanta sangre derramada a lo largo de los siglos, no logramos alcanzar la paz y las bondades de ese cielo que todos los mortales quisiéramos encontrar en este planeta desde el que, quien aún eleva la vista, puede contemplar la belleza de constelaciones como la Osa Mayor, Casiopea o Perseo. Pero el cerebro humano está bloqueado con otras presiones y banalidades que le apartan de la naturaleza y de la esencia de la vida; tal como decía Oscar Wilde, “lo menos frecuente en este mundo es vivir. La mayoría de la gente existe, eso es todo”. Hoy, más que nunca, en estas incertidumbres, alejados como estamos de nosotros mismos y de nuestros semejantes, recordamos la compleja frase de Heidegger: “el hombre es un ser de lejanías” y, entre otros muchos sentidos, encontramos en ella la infancia lejana, la adolescencia y la juventud; estamos condenados a la lejanía, y todo lo que no entendemos va quedando en una indefinible distancia de nuestra memoria junto a los remordimientos del tiempo perdido; vivimos entre lejanías con las que vamos pastoreando un presente, que ya es pasado, con el incesante deber de seguir, entre tropiezos, humanizando la vida.

Los evidentes estertores de nuestra civilización están mostrando una desafección y orfandad existencial que nos sitúan en las antípodas del espíritu liberal, en todo su amplio sentido. Occidente está inmerso en la superficialidad; los mimbres que tejen la historia están desarrollando una civilización abstracta que convive con los fantasmas de las crisis y las masacres perpetradas a lo largo del tiempo. Las filosofías que priorizan la eficacia por encima de cualquier valor, son filosofías alienantes que traen de su mano la destrucción del espíritu. El dogma es una forma de locura que puede conducir a la extrema violencia; en cualquier momento, a cualquier hora, se producen actos de barbarie. Bajo estas filosofías, enormes masas humanas están siendo desplazadas y sepultadas en este mundo capitalista que hemos inventado, en el que están fallando los paradigmas esenciales que conducen a la libertad. Se ha querido unificar el mundo en nombre de erróneas teorías, y hemos conseguido sociedades descarnadas que están secando las raíces que unen al hombre con el hombre y con la naturaleza. Creemos tener abolida la esclavitud de otros tiempos en los que se levantaban imperios a golpe de látigo. Hoy, millones de seres entregan sus vidas al poderoso dios del mercado para lograr la subsistencia. En Europa, la crisis económica está fabricando esclavos conscientes de serlo y de vender barato su esfuerzo como única salida; las clases sociales más afortunadas entregan su tiempo a la esclavitud que supone poder mantener los bienes de consumo que, como una poderosa droga, empujan el dinamismo laboral y económico de las sociedades. Estados Unidos recibe oleadas de hispanos hambrientos dispuestos a ofrecerse como carne de cañón en ese enorme purgatorio tan lleno de cruces. A esto añadimos que los siempre renovados señores de la guerra reclutan, en nombre de la patria, a miles de jóvenes que se ven abocados al frente de batalla sin posibilidad de elección. La sociedad occidental está mostrando con claridad sus evidentes signos de decadencia y se encuentra, o debiera encontrarse, en busca de nuevos paradigmas que nos saquen de la niebla. La magnitud de este declive, que va dejando las calles sin voces, nos devuelve la primigenia ignorancia que somos en esencia y nos empuja a encontrar la luz que triunfe sobre esta oscuridad. El mundo en que vivimos está construido sobre una dialéctica cínica entre la injusticia y la sumisión; para romper ese círculo hay que restablecer el concepto y valor de la libertad. La burguesía sigue aceptando privilegios logrados por el evidente sometimiento de la clase trabajadora que, pese a seculares esfuerzos, sigue presa de la humillación y las mentiras de un mundo cuyas voces dirigentes nos venden la falsa idea de haber terminado con las clases sociales.

Las tendencias giratorias hicieron que, tras la pandemia, miles de modernos eremitas sintieran, sin dejar de guardar la ropa, la pulsión de huida del marasmo urbano, soñando con una vida autosuficiente en la bucólica paz del campo, confiando que el huerto les suministrara la base de una dieta mediterránea, que las gallinas se afanaran en proveerles de un buen desayuno y que la vaca, bautizada con un sonoro nombre, les proporcionara generosa y amorosamente leche ecológica, esperando que la dulce mirada del animal les llenara de serotonina mientras era ordeñada con lo aprendido en una aplicación de internet, olvidando que los conocimientos que alberga el medio rural son ancestrales y que, quienes viven del campo, tras una dura jornada laboral, llegan cada noche derrengados a la cama. Tener sólidos conocimientos de la vida rural proporciona, sin duda, una mayor seguridad ante un mundo distópico en el que pudieran desactivarse los mecanismos capitalistas. Son muchos los que han vuelto la mirada hacia Henry David Thoreau, un espíritu libre que en mil ochocientos cincuenta y cuatro publicó Walden, diario informal de un hombre que regresa al refugio de la naturaleza declarando su postura de anticivilización norteamericana. Su anarquismo liberal y la decepcionante frivolidad de la sociedad, le llevó a vivir “por sus propios medios” en una cabaña junto al lago Walden. Sin restarle méritos a quien fue precursor del pacifismo, conviene recordar que era invitado a cenar por su colega Ralph Waldo Emerson, que los domingos recibía un canastillo de comida de su madre y su hermana y que, tras poco más de dos años, dada la libertad que le proporcionaba su buena situación económica, retornó a las comodidades de la ciudad.

En la sociedad actual se disparan las depresiones y los suicidios, aumentan exponencialmente las separaciones de pareja y, entre los estertores de nuestra civilización, se expande en las redes la mayor plaga de pornografía conocida al alcance de menores, distorsionando y falsificando la realidad de un sexo sano y degenerando el concepto del amor. Hoy, el Werther de Goethe produciría la hilaridad de miles de jóvenes que, afectados por la dureza de la pornografía que frecuentan, están lejos de poder comprender la fuerza vital del amor y la complicidad entre dos seres, como tan bellamente describe Cortázar en su poema “Después de las fiestas”: Y cuando todo el mundo se iba y nos quedábamos los dos entre vasos vacíos y ceniceros sucios, qué hermoso era saber que estabas ahí como un remanso, sola conmigo al borde de la noche, y que durabas, eras más que el tiempo, eras la que no se iba porque una misma almohada y una misma tibieza iba a llamarnos otra vez a despertar al nuevo día, juntos, riendo, despeinados.

Todos sabemos que la fuerza del amor es el poderoso vínculo que nos une y nos humaniza. Esta certeza ya la desarrollaron los griegos, como casi todo, pero seguimos a lo largo de los siglos perdidos en el laberinto de la convivencia. Debemos reflexionar y cambiar nuestros paradigmas, con una mirada alegre y limpia. En estos días invernales, bajo el paraguas, la lluvia sigue componiendo su melodía. Hay música por todas partes.