Atravesaba Sarasate Pasealeku sintiendo el temblor de las raíces enmarañadas de los añosos árboles y, en lo alto del cielo de Iruña, escuché cantar de pájaros. Lentamente se fue colmando mi espacio: al norte Iruña, primera población baskona. Escuche el ruido de las construcciones de casas y calles, el sembrar del terreno. Como si los siglos fueran gotas de agua, siguió el rugir de las sandalias de las legiones romanas romanas de Pompeyo, arrasando la ciudad para refundirla y bautizarla a su modo. La urbe volvió a temblar con la acción incendiaria del franco Carlos, y acerté a entender los rumores de voz baskona reclamando venganza y victoria, se dio en Orreaga, por semejante agravio. Un Irrintzi bravío concordó la victoria de una ofensiva militar concentrada en la creación de un reino admirable en administración y leyes, donde sus reyes, y allí estaba el primero de ellos, Iñigo Arizta, eran contenidos por unas Cortes que limitaban su poderío... tú vales como uno de nosotros y nosotros valemos más que ti palabras resonantes que me llegaban con el campaneo catedralicio. La multitud invisible pero potente se apiñaba a mi alrededor, frente a la Estatua de los Fueros, la de una mujer con el brazo en alto, empuñado un legajo de leyes. Nada de armas ni caballos de guerra, sino leyes para el buen vivir del bien común del reino.

Tocando el manto de piedra de la mujer, representación de la Nabarra nutricia, fui escuchando los cañones que rompiendo fronteras, destruyeron el ejemplar edificio de nuestra independencia, prenda alto valor, y el Paloteado de Monteagudo resonaba en el espacio de mi ensueño... lloraban las estatuas de los reyes legítimos alineadas junto a los arboles y percibí el dolor de Catalina, ultima reina de las dos Nabarras, por el hijo muerto y el reino perdido, retirándose de Iruña, trajinando el camino real de Egüés, accediendo a Doniabane Garatzi, las llaves de su reino. Olía a cenizas pero no a claudicación. El temple de aquella gente que me iba rodeando, habitantes de los siglos que parecieron segundos, mantenían la decisión de seguir siendo como fueron: Garean gareana legez. Seamos como somos.

Por el Portal de Francia no se iba Zumalakarregi, sino que volvía, cargando el expediente de los Fueros de Araba, Bizkaia, Gipuzkoa y Nabarra, con la anuencia de Iparralde, unidas como hacia miles de años lo había estado, que eran de naturaleza común. Me fueron cercando hombres de la primera y segunda guerra carlista, temblando en sus gargantas el Gora al Fuero, nuevamente vencidos. Algunos lloraban, yo lloraba con ellos. Otros murieron, yo morí con ellos. Otros partieron, yo partí con ellos.

De repente surgió en mi espacio de ensueño, de matiz oscuro, el agudo claro sonido de un txistu, compañero de la voz de los Euskalerriakos: Julio Altadill, Florencio Ansoaga, Estanis Aranzadi, Iturralde y Suit, Nicolás Landa, Navarro Villoslada, Serafín Olave, Herminio Oloriz... y la del vocero Arturo Campion que dirigía aquella multitud desde su cargo de diputado, y que respiraba desde la cultura un renacer de esperanza. Querían seguir siendo baskones, hablar el viejo idioma escarnecido, habitando un mundo donde fuera posible conciliar Paz y Fueros.

Me sentí arrullada por las ideas y palabras de sus magníficas creaciones escritas, por la admirable voluntad de restaurar el alma de un pueblo empecinado en permanecer desde el principio de los tiempos europeos, pese a la enfrenta que significaron los imperios que le redujeron. Me encontré inmersa en el gentío de Castejón –¡era tan fácil moverse de norte a sur de Nabarra en mi visión!–, aplaudiendo a los diputados de Nabarra que tal cosa defendían. Y a quienes nadie en Madrid escuchó, encabezados por Germán Gamazo, ministro de Hacienda. Nuevamente volvieron a removerse raíces, que este monumento esta erigido en recuerdo de semejante reclamación, por reacción popular. El sacrificio de cada uno por el bien de todos.

Resonaba ahora la txalaparta devenida de algún punto de Iruña, demolida la muralla y en expansión, alzado el nuevo palacio de leyes, y me resonó la voz, venía con resonancias de gaita de Lizarra, de Daniel Irujo, proveniente de familia exiliada dentro de Nabarra por sus ideas forales, con sus ojos de fuego y su mente acertada en la defensa pronunciada por su amigo, presente en Castejón, Sabino Arana Goiri, devenido de Abando y del saqueo cristino. Estaban de pie los hombres que iban a escribir la nueva historia –hacer letra legible la vieja–, del país de los baskones, otorgando sentido a su reclamo, identidad a argumentación validez a su intención.

Me envolvía ahora en mi alucinación el golpeo ritmo del zanpantzar, que daba sonido a la frase escrita al pie de la mujer tallada en piedra primordial: Nosotros los vascos de hoy nos hemos reunido aquí en inmortal recuerdo de nuestros antepasados para demostrar que seguimos manteniendo nuestra ley/Gaur gaurko euskaldunak gure aitasoen illozkorren oroipenean bildu gera emen gure gorde nai degula erakustek.

Escuche cual colofón de aquel 18 de febrero y de todos los 18 de febrero venideros, la dulce voz del violín de Sarasate, dulce como una canción de cuna. Me costó despertar.

La autora es bibliotecaria y escritora