Nadie en su sano juicio debería estar a favor de las guerras. Y mucho menos los estados soberanos. Sencillamente, porque todo el mundo sabe las consecuencias que tienen para la población. A pesar de ello, la violencia ejercida por los estados ha sido un elemento esencial en la historia política de la humanidad. Cuando se han sentido amenazados en su poder, no han dudado en recurrir a la fuerza y a los mecanismos coercitivos para frenar a los que han considerado enemigos, tanto externos como internos. Y, aunque existe una distinción muy sui generis que raya la hipocresía, entre la guerra denominada tradicional, cuyo único objetivo militar lícito son los combatientes armados en acción bélica, y la guerra sucia, en la que población civil sí que está involucrada dentro de los objetivos militares, las dos modalidades se funden en una, el exterminio de la justicia social y el progreso de la raza humana.

Lo penoso es que tenemos a nuestra disposición suficientes herramientas como para conocer esta realidad y no emplearnos así. Por ejemplo, a través del conocimiento de la Historia. Si repasamos los acontecimientos históricos de los dos últimos siglos, veremos cómo todo (o casi todo) lo que determina nuestra forma de vida actual se puso en marcha ya en la segunda mitad del siglo XIX. La tiranía del progreso científico y técnico ha ido uniformando nuestro comportamiento, hasta tal punto que el materialismo se ha hecho custodio de la moralidad imperialista que invade el mundo desde esa fecha. La supuesta superioridad moral de un estadio de civilización, acompañada de la incuestionable supremacía en materia científico-técnica y militar, hizo que unos pocos estados europeos colonizasen buena parte del planeta. Y a pesar de que en sus países de origen los derechos políticos y las libertades cívicas, aunque fuera lentamente, avanzaban, no consideraron de igual manera a los habitantes de los lugares colonizados, apartándolos intencionadamente de lo que era el objetivo del suculento banquete democrático: explotarlos a ellos y a su geografía. Conquistas exteriores que obedecían al deseado dominio hegemónico por parte del British Empire, a la eterna y chovinista raison d´état de los franceses o a la agresividad defensiva de la realpolitik alemana cuya consecuencia inmediata fueron las dos guerras mundiales. O bien interiores, como fueron el nacional-catolicismo del franquismo español, la guerra sucia mexicana o la intromisión de la CIA en América del Sur con la Operación Cóndor. Circunstancias que desembocaron en casi todos los casos en dictaduras, desapariciones y asesinato de los opositores que consideraban subversivos.

Pues bien, actualmente en buena parte del mundo, sino en todo él, se ha establecido una política de injusticia social. De nuevo, sí, una vez más, el egoísmo supremacista cabalga a lomos de los humanos apuntalando la tensión a nivel internacional construyendo lo que podemos considerar como la geografía del desastre. La mayoría somos meros espectadores, títeres de un juego político siempre a la espera de los acontecimientos, donde habría que destacar la injerencia de los poderes económicos en el continente africano, asolado por las guerras y la explotación de sus materias primas; la infinita guerra ruso-ucraniana, desesperanzadora en su nivel más sucio por la intervención de los estados participantes y las injerencias de la OTAN; y el exterminio a través del genocidio perpetrado por el estado israelita sobre la población palestina. Por no hablar de los garantes del narcotráfico y la devastación del planeta con la intervención de los negacionistas del cambio climático.

¿Dónde han quedado los cuatro convenios de Ginebra cuyo propósito era proteger a las víctimas de los conflictos armados regulando el derecho internacional humanitario? Y, sobre todo, ¿en qué lugar quedan los gobernantes de todos los estados del mundo que obvian el IV tratado del Convenio citado acordado en 1949? El mundo aún tiene fresco el genocidio cometido contra el pueblo judío, pero sus gobernantes actuales niegan la protección debida a las personas en tiempo de guerra. El Estado israelita avergüenza a la raza humana, porque también ha tenido a su alcance las herramientas necesarias para no repetir los brutales exterminios y las injustas expulsiones a los que ellos, como pueblo, fueron sometidos. En la actualidad obvian ese recuerdo y niegan el articulado de Ginebra a los y las palestinas: “Las partes en conflicto podrán, de común acuerdo, designar zonas neutralizadas para los heridos y enfermos, combatientes o no, y para las personas civiles que no participen en las hostilidades. Los heridos y los enfermos, así como las personas con discapacidad y las mujeres embarazadas serán objeto de protección y de respeto particulares. En ningún caso podrá atacarse a los hospitales, pero estos deberán abstenerse de efectuar actos perjudiciales para el enemigo. También se respetarán los traslados de heridos y de enfermos civiles, de las personas con discapacidad y de las parturientas”.

Estas reflexiones, que guardan correspondencia con la ética estatal, nos llevan a otra cuestión no menos importante: ¿es mejor soportar una injusticia o cometerla? Hay estados que en sus decisiones nos muestran la hipocresía de la diplomacia. Algunos critican (y no mucho) las hostilidades contra la población civil en la guerra ruso-ucraniana y denuncian la supremacía y prepotencia del estado israelita contra los gazatíes, aunque, a la vez, venden armas a los estados para que sigan aniquilando a los civiles, haciendo buena aquella desafortunada afirmación del intelectual alemán Goethe cuando dijo que prefería la injusticia al desorden. No es difícil intuir que la injusticia es el peor desorden. Más en un contexto socio-político en el que asistimos a un desorden establecido, como dijo el inconformista Mounier. Porque son los propios estados los causantes del desorden político y económico que nos asola. Están encantados de encontrar y generar ocasiones para transferir la responsabilidad del mismo a sus víctimas, en especial si se rebelan. Ha tenido que ser Sudáfrica la que ha llevado a Israel a los tribunales internacionales. Ojalá su denuncia impida, al igual que en otras ocasiones se ha vetado a otros estados por cuestiones humanitarias, la participación israelita en los Juegos Olímpicos. La sanción no parará el exterminio, pero dejará en evidencia a sus gobernantes y simpatizantes.