En un artículo publicado en DIARIO DE NOTICIAS el 12 de febrero de 2023, intenté aclarar las diferencias existentes entre lo que denominé “Lugares de la humillación” y “Lugares de exaltación”. En él defendía que los primeros habría que mantenerlos en pie; mientras que los segundos, como Los Caídos, demolerlos.

Si se analiza el funcionamiento mental que ambos edificios produce en el individuo, se verá que la memoria juega un papel decisivo. Tanto que podría hablarse de dos tipos de memoria, que se corresponden con la actitud que se adopta ante la molesta pregunta de qué hacer con este tipo de lugares, si mantenerlos en pie o derruirlos.

La memoria es personal, individual, selectiva, subjetiva. E ¿histórica? Bueno, no creo que se necesite una tesis doctoral para aclarar que si decir memoria histórica, constituye una contradicción entre sus términos. Cuando hablamos de memoria histórica nos referimos a la memoria individual de cada sujeto que se acerca, en este caso, a ese momento catastrófico en que carlistas y falangistas perpetraron un genocidio sin parangón en esta tierra. Y sabido es que los que participaron en él, fuera en el frente como en la retaguardia, comulgaban la misma oblea golpista: el derrocamiento de un gobierno elegido democráticamente en unas elecciones generales.

En este contexto, se apela una y otra vez a esa memoria de los hechos para afrontar la decisión final con respecto al monumento de los Caídos. Los más complacientes con el monumento apelan a una “memoria equidistante, amable e integral”. Todo con el fin de no molestar, de no enredar, de no revolver. Y en parte tienen razón. Porque, cuanto más se revuelve el asunto, peor huele. Por lo que, en definitiva, como indica la otra parte contratante, lo mejor sería hacer desaparecer el monumento. Convertirlo en polvo. Dejaría de oler para siempre.

Podría decirse que, ante los Caídos, la memoria de los individuos que se plantan ante el monumento es de dos clases: una, memoria mistificadora; otra, memoria ejemplar. Binomio que se corresponde con la distinción hecha sobre lugares de exaltación y lugares de humillación.

Quienes adoptan la memoria mistificadora no renuncian a la mística que el edificio tuvo desde que se erigió. Es la mística de la exaltación y del enaltecimiento del golpe de Estado, cargándose la soberanía y la voluntad popular -que cuando se quiere es maravillosa y sabia, pero, cuando no, es chusma, masa ignorante–. Es una memoria a la que no le importa sacrificar un Estado de Derecho y una democracia por una dictadura conseguida mediante un golpe militar en detrimento del poder civil que radica en la ciudadanía.

Mistificar, etimológicamente, significa “interpretar una realidad dándole apariencia de otra cosa”. Y eso es lo que han hecho durante más de cuarenta años quienes convirtieron los Caídos en un “lugar de peregrinaje”, como decía López Sanz, director de El Pensamiento Navarro, y no sólo para rezar, sino para “conjurarse contra cualquier coyuntura que llevara al traste la épica del 36”. López Sanz dixit.

También se cae en ese misticismo cuando se rechaza la demolición del monumento haciéndonos creer que el edificio se ha convertido a estas alturas en algo aséptico, neutral e indiferente. O que, haciendo de él una sala de estar, dejará de ocultar lo que es: un monumento fascista, un lugar de exaltación y de enaltecimiento de la violencia para hacerse con el poder mediante el fusil, la granada y el mortero en lugar de con el voto. No se puede mantener en pie un edificio, o su holografía, que representa la exaltación de la violencia como forma de acceso al poder y, a continuación, declararse demócrata.

Y existe otra memoria calificada de ejemplar. Una memoria que es fuente de lecciones de ética y de dignidad. Es la memoria que se activa ante la contemplación de un “lugar de humillación”. Se trata de esos edificios que, nada más pisarlos transmiten asco y repulsión, no sólo al edificio en sí, sino al sistema político e ideológico que le dio forma arquitectónica.

Gracias al horror que provocan, la memoria ejemplar se activa y puede obtener lecciones éticas más decisivas que una página de Kant, sea para odiar y el mal y las injusticias de este mundo; o, también para provocar el rechazo de comportamientos inmorales, que convirtieron a ciertos humanos en monstruos.

Son edificios ante los cuales la memoria debería activarse para fundar y refundar una ética de la democracia y de la libertad, del respeto y de la dignidad. ¿Quién, viendo el campo de Ravensbrück, Auschwitz, Mauthausen, Buchenwald y Birkenau no se conmueve y hace votos de no coadyuvar jamás con la gente que hizo posible tal barbarie? Sólo quien siga teniendo una memoria mistificadora de esos edificios.

Ante el momento a Los Caídos sucede todo lo contrario. Refuerza la existencia de una memoria mistificadora que sigue despertando nostalgias peligrosísimas contra la democracia y la dignidad. Por eso, defender la demolición de los Caídos, más que una decisión política es una decisión ética. Y no es fruto de cerrilidad ni de resentimiento. Ni resultado de una memoria sectaria. Menos pretende legitimar ningún poder actual, ni venidero. Ni poner en la picota de la desvergüenza ética el comportamiento de la derecha navarra.

Quienes pedimos la demolición de Los Caídos, como lo venimos haciendo hace años desde el Ateneo Basilio Lacort y ZER, lo hacemos en nombre de una memoria ejemplar, en contra de una memoria mistificadora. ¿Por el bien de la sociedad? Sólo de la que comparte nuestros criterios.