Abogamos hace tiempo por la demolición del Monumento a los Caídos. Lo hicimos argumentando que este monstruo es inhabitable e intransitable (“Los Caídos, inhabitable e intransitable”, DIARIO DE NOTICIAS, 29/03/2018), y ensayamos tres retóricas sobre el urbanismo memorial que comprometía (“El Monumento a los Caídos como dispositivo sinóptico: tres retóricas etnográficas en la ciudad de Pamplona/Iruñea”. CEEN, 49/91, 2017, pp. 187-256). Allí dimos cuenta de cómo resulta un obstáculo urbano para el tránsito y la convivencia social que hay que remover definitivamente, y que una resignificación no puede mejorar en absoluto esa necesidad, más que cohesiva, transitable, de una sociedad navarra segmentada. No es posible resignificar una entidad tan significada, tan significante, una institución con vocación de eternidad y transcendencia histórica que viene glorificada por una teología de guerra. No es posible desacralizarla (si a esto se refiere la resignificación), porque el programa arquitectónico, simbólico-ritual, narrativo/emblemático y visual (en los frescos de Stolz), ya eliminado el relicario de los mártires, sigue presente, erguido, activo y patriarcal, visor panóptico de una ciudadanía menor, siempre tutelada; o mejor dicho, de una ciudadanía segmentada que ha de rodearlo o ignorarlo. Como si su corpulencia no dañara, no petrificara, no dividiera, ni dijera nada (ya no dicho).

En este sentido, se hace perentorio, a mi parecer, dejar expedita tanto la avenida de Carlos III como la vía social de Pamplona y Navarra, removiendo el obstáculo al derecho de paso de las identidades y la convivencia. Lo que se habita y se transita, para todo el mundo, es la ciudad, no espacios rehabilitados o acondicionados (incluso para la memoria). Sobre (las ruinas) del monumento hay que dar nuevos pasos, limpios y seguros. Hacia otras direcciones, hacia Lezkairu.

Un Monumento fija un orden prescrito. Es decir, prescribe la ritualidad de un momento (léase la Guerra civil) en un lugar a-propiado (en referencia a la apropiación y pertenencia de algo por derecho de guerra y genealogía escogida de “los selectos”). Supone por tanto una expulsión, y el Monumento a los Caídos siempre expulsó a distintas personas y colectivos impedidos de transitarlo y habitarlo (de ahí su potencia visual/vigilante), marcados como “vencidos” y “perseguidos”. Este dispositivo se comporta entonces como una máquina de desaparición, un productor de ausencias, un enterrador de cuerpos que obliga a callar por la mirada tenaz y eterna. Cuelgamuros los quiso asimilar, a estos/as impedidos/as, en una concordia de todos los muertos bajo la paz del régimen. Hay pues varios caídos y distintas acepciones.

Estos sectores ideológicos y encarnizados son impedidos, decimos, de transitar por su propia historia, o trenzar su propio paso sobre la ciudad (hay que rodear el Monumento a los Caídos por su opacidad, monumentalidad/monstruosidad y tozuda contundencia), de tal modo que incluso ha sido necesario el subterfugio de la memoria. El Monumento conmemora una ruptura histórica, y ratifica la imposibilidad democrática. El Monumento a los Caídos es una máquina de corte, bio- y tanatopolítica, que separa y marca a quienes no se sometieron a semejante asimilación de cuerpos y espíritus. Resignificarlo no interrumpirá esta disposición aberrante de la máquina, no la desactivará. La didáctica no sirve para esto, ni una memoria de concordia. Y no lo hará porque es imposible salirse de un proyecto totalitario: como en la imposibilidad de la apostasía, puesto que el vínculo sacramental de pertenencia es una unión ontológica permanente y no se pierde con motivo de ningún acto o hecho de defección. Lo impide a uno y otro lado. Impide a las víctimas descansar y tomar cuerpo y presencia. Pero también a los que se sientan herederos del energúmeno arquitectónico porque son incapaces de pedir perdón y asumir la responsabilidad histórica de su plusvalía. El Monumento es esta fuerza fundante, de una raíz profundísima. Por eso la salida de Sanjurjo y su guardia no desacralizó el Monumento, a pesar de que desactivó el mandato de los muertos. Tampoco lo hará porque, ni acogiéndonos al mecanismo cristiano de la culpa y el perdón, las fuerzas que tienen el Monumento por patrimonio y la Historia por sobre la memoria de los débiles, que se sienten legatarios de la guerra civil y la represión, lo han ejercitado con claridad ni nunca. Que se conozca no han adjurado ni colaborado para una reconciliación efectiva, que confiaron, fracasa la asimilación del Valle de los Caídos, en la Transición y el temor vigilante de estos artefactos de la mirada enclavada en un lugar preferencial, como su lapis angularis. Más bien generaron rito y costumbre identitaria (léase las Javieradas en su plena dimensión histórica, y el fundamento ideológico de las fuerzas tradicionalistas y conservadoras).

Así las cosas, sólo la pulcra decisión política de una democracia reconstituyente que no consiente en el juicio de Dios para resolver sus problemas podrá resignificarlo radicalmente, de una vez por todas y de veras: con la demolición del memorial de quienes jamás han abjurado de la ordalía en ninguno de sus alcances. Si no hay perdón expreso, si no se obra para su desarmado (más que desmantelamiento) conjunto, entre sus artífices victimarios y sus víctimas; si todavía señala, y señala porque divide e imposibilita; si no es posible apostatar de semejante energúmeno de la glorificación de una guerra, la única vía abierta es el estruendo positivo del derribo. Resignificarlo supondría hacerlo translúcido pero sin dejar de eternizarlo. En el caso de que nos empeñemos en dejar buena parte como testimonio, deberá poder atravesarse sin obstáculo ninguno; pero aún así incurriríamos en conculcar el derecho de quienes no quiere ni ver un ápice o ruina de un ser tan vigilante e hiriente, que por nombre te llama víctima irresoluta. Y esto no significa olvidar ni desconsiderar por la ignorancia la historia en sus restos. Pues todo resto es intrínsecamente noble así apenas se mantenga erecto. Para la didáctica histórica, la musealización y la memoria hay otras vías, lugares y recursos. La calle es de quienes tienen pies para pisarla y transitar la ciudad, de quienes tenemos derecho de paso, no de quienes atornillaron sus plantas en una propiedad de fábrica o de hacienda. Así pues, rito arcaico, no menos religioso: Sal y desolación.

UPNA