Quienes entendemos que la monarquía es un sistema hereditario obsoleto para ostentar la jefatura del Estado –y, por lo tanto, un déficit democrático– llamamos cada 14 de abril a la movilización para reivindicar que el futuro es república.

A la larga andadura de los partidos que ya operaron durante la Segunda República y transitaron por la larga noche del franquismo (PSOE, PCE, PNV, ERC…), llegado el ocaso de la dictadura a finales de los años 60 se sumó una eclosión de nuevos partidos llamados revolucionarios (MCE, PT, PCE-ML, ORT, LCR, OIC…) trabajando denodadamente y organizándonos en la clandestinidad, al calor de la lucha que se fue intensificando en la medida que se atisbaba el final del franquismo.

Aun con notables diferencias políticas, la totalidad de las formaciones antifranquistas apostábamos por la ruptura con el régimen franquista y la puesta en pie de un proyecto democrático, de justicia social, que atendiera las demandas nacionales, principalmente en Euskadi y Cataluña. Todo ello auspiciado por unas ansias de libertad y república.

Las numerosas e importantes movilizaciones y huelgas que se llevaron a cabo durante esos años, encabezadas en la mayoría de las ocasiones por la bandera tricolor de la república, contribuyeron de una forma destacada a horadar los ya deteriorados cimientos del franquismo. Los partidos antes mencionados, mayoritariamente constituidos por jóvenes activistas e históricos militantes, fueron en gran parte la avanzadilla de las movilizaciones que se organizaban en las calles, barrios, fábricas y universidades.

La creciente movilización de la población generó un acusado desgaste del franquismo. Hasta su fallecimiento el 20 de noviembre de 1975, Franco mantuvo todos sus poderes, lo que dio pie a que a partir de ahí se iniciara precipitadamente la llamada transición política consistente en el acuerdo alcanzado entre los poderes que sustentaban el régimen franquista y los partidos y organizaciones opuestos a la dictadura.

Mucho se ha escrito y se sigue haciendo sobre aquel momento histórico, sobre las posibilidades que ofrecía y lo limitado del resultado final, pero lo cierto es que la correlación de fuerzas se impuso más allá de las aspiraciones de unos por enterrar el régimen y las resistencias de otros por preservar en lo posible las prebendas obtenidas durante el franquismo. La resultante fue que se instauró la Constitución española de 1978 coronando la monarquía parlamentaria como forma política del Estado y convirtiéndola en la columna vertebral del acuerdo al que llegaron los llamados padres de la Constitución. El texto abrió el camino a la democracia con la libertad de partidos, elecciones libres… pero al mismo tiempo evitaba la depuración e impedía la exigencia de responsabilidades a las instancias que conformaban el aparato franquista y la corrupción, prebendas y privilegios que anidaban en el Ejército, Policía, aparato judicial, empresariado, funcionariado, grandes fortunas… Déficits que aún se dejan sentir en nuestros días.

Ya desde su proclamación, la institución monárquica resultó un lastre para el fluido funcionamiento de la democracia. Designado por Franco, Juan Carlos fue proclamado rey. Un cargo cuyo poder tiene carácter hereditario y no está sometido a la ley porque la Constitución otorga la inviolabilidad a la figura del monarca. Se trata de una herencia medieval que ha sido incrustada en nuestro sistema político. Si pudo haber tenido alguna explicación en los primeros años de la transición, es inaceptable que posteriormente no se haya abierto camino la posibilidad de que la ciudadanía elija a la persona que considere más idónea para ejercer la jefatura del Estado

A la imposición y perduración de esta anomalía democrática, hay que añadir el deplorable comportamiento que a lo largo de más de cuatro décadas ha tenido el rey emérito. Valiéndose de su estatus privilegiado, todo indica que ha realizado fechorías con corrupción a gran escala y despilfarro, en medio de una opacidad absoluta y de todo tipo de prerrogativas que le permite el hecho estar por encima de la ley.

Es evidente que –aunque de forma desigual según edades y territorios– cada vez hay más gente que considera que la monarquía es un anacronismo, una institución obsoleta. La sociedad transita gradualmente hacia unas querencias cada vez más republicanas

Pero esta andadura, dispone de potentes contrapesos que no deben minusvalorarse. Las derechas (PP y VOX) de forma clara y el PSOE con su calculada ambigüedad, sostienen a la monarquía y apenas un tercio de la representación parlamentaria (izquierdas y partidos nacionalistas) estarían por afrontar abiertamente la disyuntiva monarquía-república. Por otro lado, los principales poderes políticos, mediáticos, económicos y fácticos se afanan denodadamente en apuntalar la institución monárquica con todas sus fuerzas tratando de que el relevo progresivo de sus protagonistas (de Juan Carlos a Felipe y ahora Leonor) contribuya a pasar las páginas más deplorables e impresentables de la monarquía. Pretenden que se vayan generando nuevos referentes en la población para seguir realizando las mismas funciones con idénticas prerrogativas. La operación Leonor tiene como pretensión establecer puentes con esas generaciones jóvenes que muestran una mayor lejanía con la institución monárquica.

Las gentes republicanas tenemos que afrontar esta realidad, insistiendo una y otra vez en los déficits antidemocráticos de la institución monárquica, no aceptando esa especie de indulto del que disfruta la realeza y negando que este sea un tema poco relevante para la ciudadanía.

Es necesario que la ciudadanía pueda pronunciarse abierta y libremente acerca de la forma que ha de tener la jefatura del Estado eligiendo en un referéndum legal y con plenas garantías entre monarquía o república. No nos conviene olvidar que ensanchar la democracia es una condición prioritaria para mejorar nuestra calidad de vida. Dilatar esta decisión, entendiendo que el paso del tiempo vaya a adormecer esta exigencia, no hace sino prolongar y acentuar la anomalía que soportamos. A juzgar por la tendencia que apunta la opinión de la ciudadanía, será inevitable afrontarlo en algún momento.

El próximo 16 de junio, con motivo de la década de la coronación de Felipe VI, tendrá lugar una gran manifestación en Madrid que pretende convertirse en la movilización republicana más importante de esta década. Bajo el lema “Felipe VI, el último”, organizaciones políticas, sociales y sindicales de todo el Estado, a las cuales nos sumamos, acudirán a Madrid a exigir el fin de la monarquía y a defender la república para nuestro país.

Quienes reivindicamos una república parlamentaria, cada 14 de abril levantamos nuestra voz y nuestra bandera para salir a las calles con la convicción de que el futuro es república.

* Firman este artículo: Milagros Rubio, Txema Noval, Begoña Alfaro y Carlos Guzmán / Miembros de Contigo-Zurekin