En recuerdo y homenaje a Patxi

Hay algo que el esteta no le debe al pintor y al artista en general: su opinión. Arte y estética aun tratando de parecida cosa contaban con campos de conocimiento y función bien delimitados. Uno, el de la creación, de hecho, de la obra en-sí-misma nunca libre de los condicionantes materiales que la hacían posible así como del influjo cultural de la época vivida. El otro, la valoración de su repercusión en la vida misma. Al menos así es recogido por el pedagogo que tratara de estos temas a principios de siglo XX, Ernst Meumann, en Sistema de Estética (1908), cuando afirmaba que “el arte contiene siempre un momento individual; pero que sea algo puramente individual, no es exacto. Ninguna verdadera obra de arte es producto del capricho individual absoluto; por el contrario, ha de explicarse por la acción conjunta de dos complejos de causas: la de la individualidad de un artista y las firmes e inconmovibles leyes del estilo artístico”. Es opinión de este iniciador de la pedagogía experimental el que “la estética no debe ni erigir reglas que el artista haya de seguir ni desarrollar un ideal de arte valedero para todos los tiempos, ni tampoco regular el gusto y el juicio del aficionado profano”. Lo que facilitaba un amplio margen para la autonomía de ambos, artista y espectador.

Cuestión que desde el diletantismo, tratado certeramente por el pedagogo al inicio de la mencionada obra, este avezado profano en la materia intentase, a petición del artista, realizar en presentación razonablemente rechazada allá por el ya lejano año de 1991 con título de Presencia de artista (en su lugar otro texto bajo el más neutral de Francisco Buldain Aldave). De esta época datan la culminación de un proceso de investigación dado a conocer dos años antes en exposición sin título aparente prologada por el crítico de arte, y médico de profesión, Salvador Martín-Cruz, utilizando por inversión procedimental los tradicionales usos del grabado para hacer de la plancha de zinc obra única e irrepetible. También –al menos en lo que conozco– inédita. Aquí el grabado es la plancha misma sometida por corrosión al tratamiento del color haciendo del fondo la forma propia del huecograbado. En aquel texto rechazado hacía alusión a ello describiéndola de la siguiente guisa:

“Nuestros primitivos antepasados encontraron la cueva como refugio. En el paisaje rousseauniano del buen salvaje y surrealista de la última obra de Buldain el color encuentra su protección en el hueco obrado mediante inversión del relieve.” (Negación de la negación que dirían los dialécticos)

Y cuatro años más tarde, en 1995, la obra de nuestro artista habría de evolucionar hacia un uso dominante del punto y la maraña, más molecular que impresionista, con la figura atrapada en un espacio imaginario suspendido compuesto de corpúsculos, ondas físicas así como de relaciones reticulares que lo mismo tienen que ver con la alegoría de una condición neuronal y societaria, de inteligencia y comportamiento, en ausente presencia de personajes, fruto del exilio interior al que pertenece la obra en su concepción, constituyendo sombra formal de la realidad que un día fueran, atrapados como están dentro de aquél.

Tanto en el primero de los catálogos de referencia, fruto de la colaboración con la extinta CAMP y sala García Castañón, de 1989, como en el último de los mencionados, de 1995, las obras carecen de título. Mientras en el segundo de ellos, del año 1991, dedicado en exclusiva a la obra, creo recordar, en plancha de zinc, cuenta con los de Puerta trenzada, Tornado, Lorca visto por, Paisaje, Jardín de Ezpeleta y Doble fiesta; así como con textos de quienes colaboraran con motivo de anteriores exposiciones realizados por Pedro Manterola (1969, 1974), Mirentxu Purroy (sin datar), Martín Cruz (1989), y de quien esto escribe con ocasión de las dos últimas. En posteriores catálogos, como el realizado por el crítico Juan Zapater de Patxi Buldain (Tres tiempos) (2003) y Retrospectiva (2004) habrán de aparecer títulos representativos de su evolución última como los de Personaje con espejo mágico, Escultor esculpiendo, La pluma del poeta, Mirando un retrato, Canto de pájaro, donde la figuración se encuentra al límite de convertirse en otra cosa recogida por otros tantos títulos como aquellos de la series Fuga de color y Ondulaciones. Junto a ellos unas rouaultianas, por su remembranza vitral, con motivos aparentemente vegetales que ocultan juegos de seres vivientes: Niños con pescado azul y barco; Equilibrio y Pájaro rojo y azul (2002), que interpreto como la armonía convivencial de todo lo existente sobre una Tierra puesta en peligro. Finalmente, en la retrospectiva, el crítico Juan Zapater hizo una semblanza biográfica de su trayectoria vital con el título de El pintor desterrado. Quedando por analizar un tercer tiempo que, no obstante, afirmaría ser un cuarto, en cuanto al conjunto de la obra artística del autor se refiere, si contemplásemos lo primero de su producción, que fuera aquél en el cual el autor integra elementos de la cotidianidad como soporte, bastidor y estructura de la propia obra en la serie de somieres que dieran lugar a obras como: Entre mallas al triángulo (1994), Joven entre malla (1997) y Desahuciado (2017). Lo que demuestra que nuestro artista combinaba su actividad de pintor con la de escultor trabajando en varios frentes simultaneando la creación.

Aquella de la serie de somieres es obra que cuestiona la separación entre pintura y escultura con el propósito de impactarnos sobre la realidad presente de las ausencias. Ausencia de justicia, condición liminar de lo humano entre lo meramente matérico y otra cosa que no se sabe muy bien que es, denominada por algunos como espíritu.

No me cabe la menor duda que en aquel París de aura bohemia en las décadas del cincuenta y del sesenta del pasado siglo, cuando las corrientes migrantes artísticas estaban centralizadas en su nueva sede neoyorquina, que tanto gustaba de recordar, deleitándose en tertulias de candente actualidad donde estética, física y política se mezclaban al albur del último acontecimiento, también contase con esa condición liminar planteada por la mecánica cuántica de todo lo considerado como real; aun a sabiendas que el arte último, como todo lo que consideramos ser contemporáneo y actual, parte de una negación: la del no-arte tratando de usurparle el puesto. Lamentable confusión que ha llevado a la inevitable conclusión, en muchos, de su inexistencia. O lo que es aún peor, de una banalización del mismo. Afirmación esta última que desde la contemplación de la obra del recién desaparecido autor habrá de quedar absolutamente contestada, negada a su vez, y felizmente rebatida.

El autor es escritor