Hace 200 años presentó Beethoven, ya sordo, su Sinfonía No. 9 y se cantó el poema escrito por Schiller, Himno a la libertad, que la censura de su época cambio al nombre de alegría y que dice… “todos los hombres vuelven a ser hermanos / allí donde tu suave ala se posa...”. Acabadas las guerras libertarias de América y las invasiones napoleónicas, otras guerras habrían de venir en el espacio europeo y más allá del mismo, pues semejante horror parece maléfico signo de nuestra especie. Los baskones, tras nuestras guerras forales, tuvimos un respiro y en 1932, en el Aberri Aguna, proclamó EAJ/PNV: Euskadi en Europa. Fue tal como si nuestro ancestral txistu nos recordara que queríamos como pueblo una solución para nuestro conflicto, subsanar errores históricos de suma gravedad, con soluciones que no fueran la guerra, la confrontación, la imposición de sistemas políticos y sociales ajenos a nuestros baremos.

Pese al clamor del nunca más de la 1º Guerra Mundial, se repitió el holocausto, con su preámbuko de Gernika. Y la gente honrada que asumía la reconstrucción de una Europa abominable con sus campos de exterminio, miles de refugiados deambulando entre casas derrumbadas y carreteras deshechas por las bombas, padeciendo frío, hambre, miedo y miseria, decidieron cambiar el curso de semejante disparate histórico. Los padres de Europa se empeñaron en garantizar a los ciudadanos una vida digna, reflejada en la admirable Carta de Derechos Humanos como requisito fundamental de convivencia, en estimular una economía estable no basada en la armementística sino en la de la alimentación y comercio general, en desarrollar instituciones democráticas en las que el derecho al voto fuera respetable y respetado y las opiniones política pudiera valorarse desde la diferencia, la discusión y el consenso. Abrir fronteras que permitiera el fluido franco de ciudadanos y mercancías de norte a sur, de este a oeste. El Gobierno Vasco en exilio acudió expectante a cuantas comisiones ocurrieron en aquel tiempo de construcción, sus dirigentes Agirre, Landaburu e Irujo, fueron vocero esperanzado para los baskones deportados en América y los que soportaban la noche franquista. El Himno de Beethoven pareció animar semejantes propósitos pues que la libertad es alegría, carcajada, distensión, ánimo espiritual. Se escuchaba pacito, como de lejos, el txistu entonando el Agur Jaunak... “todos por Dios / estamos hechos, / tanto vosotros / como nosotros... Agur jaunak, jaunak agur, Agur t’erdi. Denak Jainkoak e(g)inak gire. Zuek eta bai gu ere. Agur jaunak...”.

Estas elecciones al Parlamento Europeo, como las antecedentes, resultan cruciales para la permanencia cívica de una Europa que no termina en los Pirineos. Que no fueron barrera en el Reino de Nabarra en su tiempo. Acuciante resultan por su gravedad los conflictos severos de Palestina y la invasión rusa de Ucrania. No hay fórmula, al parecer, para detener la acción de gentes del mal, urdidores de combates para saciar su narcisismo, que llevan a los jóvenes al campo militar, primeras víctimas del conflicto, disfrazando sus quimeras con matices ideológicos, con la palabra patriotismo envolviendo la brutal realidad del frente de guerra y el regreso del mismo, si no hay muerte, a la aceptación de una existencia que poco tiene que ver con los postulados enarbolados y mucho con la ausencia de los amigos caídos en el frente y la adaptación de la vida cotidiana donde ganarse el pan de cada día no es objeto de medalla ninguna. El sonido del txistu se vuelve gemido. La Novena Sinfonía calla. No hay sonido que acompañe tamaño dolor.

La Europa que conocemos es sendero levantado desde la paz. La emigración ya no es europea, lo fue durante siglos a África y América, sino que América y África emigran a Europa porque la oferta de una vida reposada y un un salario, aunque sea mínimo, pese al riesgo de trasvasar las fronteras atlánticas y mediterráneas. Empuja a los desesperados pues mas allá de ellas el mundo resulta desolado y carente de alegría, o sea, de libertad. No hay himno ni canción ni melodía apropiada para esa penosa situación. Me parece escuchar y a lo lejos el sonido de una txalaparta briosa que me destierra el ánimo congelado. Me empuja a mirar hacia adelante, a caminar hacia el futuro donde campeen la concordia y la paz, solución a los problemas de emigración, trabajo y vida estable, promoción de cultura y educación, propuesta de hermandad que reúna a hombres y mujeres de diversas naciones pero cada quien respetando la identidad ajena. Que se nos reconozca como nación, o mejor aún, como la primera nación de este continente y que continúa hablando su lengua muchas veces milenaria, de la que no se conoce principio, ahí está Irulegi mostrándola en su entraña y de siempre misteriosa. Gran bien cultural el que aportamos a Europa: nuestra linguae navarrarum. El sonido del txistu y el tamboril va resonando en el Pirineo, extendiéndose hacia el Atlántico como un acode agregado al Himno de Beethoven. Resuena en mi corazón y en la mente y en mi mano que echara el voto en la urna. Que desde Eguesibar alcanza al mundo con el lema de los Infanzones de Obanos, viejo en el tiempo, novedoso en el presente: “Hombres y mujeres libres en patria libre”.

La autora es bibliotecaria y escritora