En esta 45 graduación de bachilleres de Ikastola San Fermin, atenta estuve a los cánticos, discursos, fotos y dantzas de los jóvenes que ingresaron en el centro en su infancia y mi mente divagó hacia aquella otra esfera radiante que nos impulsó a introducir a hijas/os en un espacio de enseñanza nueva aunque demandado por más de cien años. Nos parecía urgente, pese a la presencia dictadura feroz de Franco, que nuestros hijas/os recobraran el idioma arrebatado por amenazas, burlas, castigos, destierros y muertes. Por una estrecha visión que al intentar hacer a todos iguales los volvía distintos, pues no es el hablar ni el sentir humano tema de sentencia de tribunal inquisitorial. Al atacar al euskera a nuestra cultura, naturaleza básica de los Derechos Humanos, se anulaba la hermandad que debe presidir las comunidades humanas desde el respeto y la concordia. Desde la diversidad.

Como hija de exiliados, conocí las Eusko Etxeas de América. Las del sur con su componente esencial de deportadas de las guerras forales del S. XIX y en Caracas, de la guerra del 36 del siglo pasado, recibidos por el gobierno venezolano, en pacto con el Gobierno Vasco del exilio, como también lo fue en el caso argentino. Era una inmigración de lujo pues se conformaba de familias que no pretendían amasar riqueza monetarias, sino otra más importante, sacar adelante a sus hijas/os, querían para ellos inserción universitaria, negada en su país. Desde niña palpé el dolor de esa migración política y me iluminó el ensueño que se mantenía por Euskadi. La foralidad perdida basta para hacernos felices, comentaban, y hablar en euskera, derecho básico de un pueblo habitante por milenios en el Pirineo atlántico. Hermoso idioma que bautizó en el principio de los tiempos, montañas y pueblos, lagunas y ríos, casas originales apellidando a la gente que las habitaba. No se sentían más que nadie, expresaban orgullo de ser como eran desde la derrota, por su resistencia a morir. Querían seguir siendo como habían sido. Querían alentar no agonizar.

Recuerdo el día en que, arribados a Iruña, Pello Irujo me llevó al sitio exacto donde se iba a conformar una ikastola, lejos de la ciudad, en un seminario. Con los ojos brillantes vaticinó que ahí estudiarían euskera nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos, hasta el final de los tiempos. Que aunque ni nosotros ni los demás colaboradores de semejante empresa lo hablábamos, perdido debido a las circunstancias históricas, nos tocaba restituirlo. No importaba la distancia del centro elegido, ni la complejidad de red de autobuses a establecer, ni los escasos textos de que disponíamos, ni la modernidad lectiva de ambos sexos en las aulas... ni la enorme deuda contraída, ni los demás problemas a los que nos enfrentábamos, solo importaba el sueño. Nos daba fuerza pues estábamos claros que levantaríamos una generación euskaldun con la ayuda de andereños, irakasles, personal especializado en la tarea, porque tal era nuestro derecho y deber. Corregiríamos las desgracias históricas soportadas. Nos tocaba soplar cultura, ventilar libertad. Adelantar progreso. El gesto de plantar el cartel de Ikastola San Fermin, reunidos alrededor del director Atxa, en el desvío de la carretera de Zizur, retrató la gesta emprendida. Queríamos ser nosotros mismos y que nuestros descendientes poseyeran plena facultad para decidir el ritmo de su futuro. Renegábamos de cerrar puertas, abríamos portales. Desbrozábamos caminos. Tocábamos el cielo con las manos.

Se trataba, lo veo así, de un atrevido grupo humano, y me vienen nombres y debo reprimirme de cantarlos. Cuando se entraba en la ikastola de aquel tiempo, y en la de hoy, hay como un rebrote de cosas esenciales y buenas... Han crecido de árboles y flor en los caminos, rehecha la vieja construcción de un convento para otorgarle aire de centro de enseñanza, se ha levantado una biblioteca, se han ido graduando durante 45 años, generación tras generación, jóvenes que pueden leer y escribir en euskera y en castellano, en inglés y francés, porque no se trata de monopolizar un temario, sino de abrirse al mundo, tal como ordenaba nuestro poeta Detxepare, que el euskera saliera a la plaza y al mundo. Hasta llegué a oír el sonido del txistu de Elias Agorreta y tuve ganas de danzar un aurresku.

Hoy queremos que el euskera sea proclamado idioma primario de Europa. El único sobreviviente de su historia plagada de invasiones, sobreviviente al Imperio romano. Vivo en los labios de estos adolescentes que, vibrantes de entusiasmo en este sábado de gloria, alcanzado el bachiller, alzaban al aire sus txapelas dispuestos a recorrer el camino de sus vidas con la alegría que proporciona la seguridad interior de ser uno mismo dentro del grupo. Y un grupo dentro de la humanidad.

Mirando a los jóvenes, a mi nieto, iba recordando la palabras de mi aita exiliado, y por el euskera que amaba, y quien en la derrota de su exilio, en los años 60 del siglo pasado en el que todos concordaban pesarosos la muerte del euskera... A un idioma que no se le conoce el principio, no se le debe conocer el final. Me parecía milagroso que estuviera presenciando el sueño de un pueblo.

La autora es bibliotecaria y escritora