“Los hombres suelen, si reciben un mal, escribirlo sobre el mármol; si un bien, en el polvo” (Thomas Moore).

De nuevo el verano asomándose a los balcones, madurando frutos, dorando los trigales y llamándonos hacia el azul del mar. Llega el sudor ligero de la siesta, la roja intensidad de los crepúsculos, las noches con pirotecnia de estrellas y la blanca luna desnuda en un cielo sin velos de nubes. Bellos amaneceres de luces doradas con aromas y sonidos como testigos de los días que estrenamos tan enverdecidos de verdes. Nos entregamos a la placidez de las sombras en las que una brisa hedonista pasa sobre nuestro adormecido pensamiento. La abulia de la política se extiende y se despereza con genuina parsimonia. Transcurren los años y seguimos viendo pasar el jinete del resentimiento, tan espoleado por nuestras clases dirigentes, sin despeñarse por la cuesta de nuestra belicosa historia. El arquetipo del rencor, tan peligroso como destructivo para la convivencia, lleva demasiado tiempo entre nosotros. Hay una mediocridad intelectual y espiritual que lo oculta, por ser algo vergonzante, pero la herida sigue abierta en la sociedad española. El resentimiento, tan arraigado en la sociedad, ve sus raíces abonadas en el jardín de la política, donde los partidos corren el riesgo de cavar su propia fosa electoral al proclamar una interpretación unívoca de la verdad; olvidan que cuando la crítica es serena, de buena ley, casi autocrítica, debe aceptarse y respetarse dejando de permanecer acérrimamente hostiles y eternamente en liza en un decurso zaragatero y triste de displicente altivez moral. Se practica la trifulca como unidad de destino, se utilizan palabras más manidas de lo normal y se escurre amilanadamente el bulto de las responsabilidades hacia el bien común de la nación, olvidando la perenne actitud de amparo que se espera de un gobierno democrático. Sánchez y Feijóo, nuestros nuevos evangelistas, se disputan España sin proyectos ilusionantes mientras incendian la política y, al igual que Nerón, siguen tocando su lira en los cuadriláteros de la descalificación y el oportunismo, practicando su capacidad coercitiva. Lejos de Rousseau, que meditaba sobre la sociedad y la revolución del pensamiento, nuestros líderes solo meditan sobre las próximas elecciones en su presente fáctico. Urge regenerar el buen hacer en estas tierras donde hasta las piedras tienen emoción humana. Sentirse único, en este país lleno de únicos, es un error que fomenta la avilantez de ignorarnos y la progresiva extensión de la polarización. Tenemos una paz herida de soledades. Nuestra política empieza a ser un violín negro acariciado por el guante de una ultraderecha que pasea el ataúd de la democracia por toda Europa. Aquí, en España, estamos siempre entre la semiología y la revolución, con sus latentes odios contenidos, como una simbólica pistola de porcelana, con la inteligencia enredada en desprecios, navegando en nuestro río del tiempo que arrastra desacuerdos y pendencias dejándonos una triste desnudez ante la armonía y el progreso. Estamos haciendo una sociedad próxima a crear el museo de la decadencia, en la que nadie quiere comprometerse a nada, cada vez más enconados, con una invisible conciencia colectiva que es, en suma, la falta de conciencia. Nos encontramos ante el umbral de un nuevo mundo que se aleja a grandes pasos del que conocimos. La convivencia democrática de nuestro país sigue perdiéndose en la incoherencia de los ilustres cacicazgos del Gobierno, mientras se hacen cruzadas líricas de independentismos montaraces que sabe aprovechar la ultraderecha para ganar votos. La izquierda está mostrando una vocación suicida con la inexorable degradación de su sanedrín, cuyo culto onanista está inmerso en los discursos redentores, explicitando el rechazo a toda idea que no salga de sus filas. Las minorías intelectuales, tan encerradas en sus crisálidas, no militan en esta política actual, carente de elegancia espiritual y de sensibilidad histórica. Tiranteces, descalificaciones y decepciones son nuestro sello de identidad en estos tiempos de zozobra. Tanta inanidad empieza a ser materia de exégesis para los españoles. Se alejan en vuelo las alas de la ética dejándonos un latido monocorde y rutinario que empobrece nuestros pensamientos con la negación de su fuerza vital, como un soneto carente de humanidad en el que sobra casi todo el soneto.

Nuestra solidaridad está hecha de ligereza y esbozos que no culminamos en obras en este mostrenco modo de vivir de la cómoda rutina horizontal. Son demasiados los seres que en cuanto estiran el cuello sienten las pesadas cadenas de sus propias realidades.

Queremos una vida de pasos seguros y contados que van fosilizando nuestro espíritu de un modo turbadoramente real. Tenemos, como decía Ortega, obliterada y hermética el alma, incapaces de transmigraciones que nos acerquen a los demás. Rendimos culto a un pasado muerto olvidando el prodigio de lo vivo. El pesimismo no consiste en ver nuestros defectos, sino en ocultarlos negando la enmienda. Seguimos aferrados a los negros pasajes de nuestra historia sin dejar el camino limpio para dar paso a los tornasolados reflejos de la concordia. El desprecio de nuestro país por la inteligencia ha impedido realizar nuestra propia revolución humanística, propiciando continuas diásporas de jóvenes tenazmente preparados que buscando mejores salarios, o huyendo de fanatismos ideológicos, atravesaron y atraviesan otras fronteras. La fuerza intelectual, que constituye la energía, prosperidad y máxima fuente de riqueza de un país, es empujada con frecuencia al exilio. España forma mujeres y hombres y los desperdicia entregándolos a esa gran amante que es Europa, dispuesta a brindarles el beso casto del reconocimiento a sus valías, mientras la grisura de la ignorancia y la invisibilidad sigue estando presente entre nosotros. Nos falta el verbo, la palabra intelectual cualificada e insigne que nos espolee para pensar por nuestra cuenta. Sorprende, y casi asusta, comprobar el declive y la falta de luz de la literatura actual, sometida a lo que las editoriales consideran la demanda de las masas. Hay que salir de la decadencia y despertar la elegancia espiritual, los rasgos de las inquietudes intelectuales y la necesaria sensibilidad histórica, sin cuyo análisis seguiremos caminando en círculo y dando continuos y erróneos pasos. En nuestra actual tesitura se renuncia a la forma superior de convivencia, representada por el diálogo y la cultura, para involucionar hacia el hermetismo del alma que tantas veces ha generado violencia y anulación de toda racionalidad y, como consecuencia, una manifiesta disociación de los valores que nos unen. Las opiniones son los sólidos cimientos de una sociedad democrática, y por ello han de ser respetadas. Decía el gran bailarín Nijinsky que todos deberíamos ser ligeros como ángeles; aquí, en política, se lleva el pisar estruendoso de la soberbia y el poder, impidiendo que la vida, tan escasa de poetas revolucionarios, se acerque a ser un ballet de delicadezas. El hábito blanco del pensamiento limpio, clarividente y ético se aleja de nosotros ante la degradación, tan aceptada, de un planeta desequilibrado que compra barata nuestra mercancía de fracaso. El último reducto de la pureza está en la mente del ser humano, de donde puede salir para perderse en la frivolidad errante o para implicarnos en la búsqueda de un mundo más solidario que persiga la dignificación de la vida.