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‘La derecha es de derechas’

‘La derecha es de derechas’EP

¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!, gritó airado Millán Astray en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, a lo que don Miguel de Unamuno replicó aquello de venceréis, pero no convenceréis, pero pese a ese feroz antecedente no sé qué eficaz reparto de poder ha hecho el PP, allí donde lo tiene, para merecer ese alud siniestro de apoyos de la ultraderecha. Lo cierto es que el PP y Vox se ven cada vez más, se llevan cada vez mejor y se retratan juntos con más frecuencia. La inexistente derecha civilizada y la derecha hormonal han urdido un consorcio rancio y efusivo, un tirón viril de bulos e insultos, un espectáculo de luz chovinista y sonido coplero, un pacto cara al sol y bien prietas las filas. Vamos, que las derechas exhiben un orgullo que es lo más parecido al odio envasado de sus tiempos falangistas, allí en la mohosa patria suya, a la que quieren convertir en un campo de Agramante. Y en ese plan.

Y es que Isabel Díaz Ayuso, la ineducada entusiasta de la fruta, es una top model de la política con mucha iniciativa y grandiosidad mesiánica. Y eso tiene mucho tirón. Muy cerca está Santiago Abascal, sociólogo jesuítico que viene a poner la testosterona, el gesto admonitorio y a Vox, heredero de tantas cosas, entre ellas el franquismo residual, lo que le incapacita para salir de su enroque tradicional, machista y cicatero. Todo en la ultraderecha es abultado, todo en ella reclama a gritos el aumentativo, como la administración de la verdad absoluta, la grandilocuencia de sus palabras patrióticas, la berroqueña nostalgia de su exaltado pasado político y la desmesurada redondez de sus mentiras. Lo peligroso de la ultraderecha no es, sin embargo, su prodigiosa facultad de tergiversar la realidad que no tiene cura, ni su falta de ideas, ni su cotejado odio, sino su afán de gobernarnos mediante la metafísica nostálgica del totalitarismo.

En la poscontemporaneidad, que me parece un concepto mucho más sugestivo y paradójico que posmodernidad, el maridaje político entre estos rancios vecinos puede llegar a tener un alto precio, como es el peligro que fustiga la democracia y que puede emigrar hacia regímenes totalitarios, aunque sólo sea por nostalgia y costumbre, ya que el regusto de cuarenta años de dictadura no se supera fácilmente. Lo malo es que las recidivas de las enfermedades son malas, pero las recaídas dictatoriales son aún peores. En fin, las derechas españolas padecen un síndrome de abstinencia por adicción al poder, que ahora les es esquivo. No en vano del poder financiero paleocapitalista, del lóbrego valle de los Caídos, hoy resignificado como Cuelgamuros, de periodistas mendaces, de algunos generales jubilados que beben Soberano que es cosa de hombres, del obispo Rouco Varela que huele a oveja de tanto pastoreo, y de todo esto y mucho más le viene a las derechas, propietarias de España, ese inevitable aumentativo de derechona, como la llamó Pedro J. Ramírez que después tomó prestado Francisco Umbral. Mientras, aturdida entre la distopía y la utopía, la izquierda, medio árabe, medio judía y medio cristiana, se mueve arriesgadamente entre un Luis Eduardo Aute residual y una enigmática neurosis que ningún psicoanalista argentino ha sabido descifrar. Y todo ello en una trama alambicada de ideas lejanas a las refriegas del parisino boulevard Saint-Michel de mayo de 1968. Por ello, creo que alguien debería avisar a la izquierda, pues en algún rincón de la España vaciada se palpa el despiste electoral y se oye una voz que suspira en silencio penas de votos perdidos mientras el progresismo se extravía entre las urnas. Advertencia desesperada y perdidiza, instante de ideas sin eco y quizá esa nada que en vano predica en el desierto. Es el aullido de los que temen un gobierno radical de derechas, un Milei a la española, pidiendo la libertad que el mismo prohíbe. Una potencial derrota que, un día sí y otro también, Isabel Díaz Ayuso, brazo derecho o izquierdo de Santiago Abascal, no lo sé, nos lo advierte con fastidiosa insistencia. Desastre al que la gauche divine contribuye con ácidas declaraciones contra su propio partido. En fin, la extrema derecha piensa que la humanidad desde sus orígenes sigue siendo indisciplinada, y que, por tanto, es una ingenua pretensión cualquier fe en su progreso y emancipación ilustrada y moral. De ahí su predilección por los regímenes totalitarios, partidarios de dirigir a una feligresía inmadura, sumisa y obediente. Por ello, si la izquierda quiere evitar un desastre electoral tiene que poner en hora los relojes de su electorado, como lo hizo el puntual Kant que marcó la hora a los comerciantes y habitantes de Königsberg. Así de simple.

El autor es médico-psiquiatra