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la carta del día

Un poco de honradez

Un poco de honradezFernando Sánchez / EFE

Pedir honradez a una persona pública no sólo significa pedirle que se abstenga de cometer robos, fraudes o estafas. No sólo significa pedirle que se abstenga de cualquier tipo de acción destinada a perjudicar a la sociedad o a los particulares. Significa también pedirle que odie la tortuosidad y la ambigüedad, que se pregunte a cada instante si la imagen que tiene de sí misma en su interior es clara o turbia, si el camino por el que avanza es recto o tortuoso. Durante varios años nos habíamos acostumbrado a pensar que, en la vida pública, la honradez individual era poca cosa, y que se necesitaban otras competencias y cualidades más sutiles, más complejas, más sofisticadas para beneficiar a la sociedad. Habíamos adquirido el hábito de colocar en el lugar más alto, en nuestra escala de valores, la destreza y la perspicacia, esa particular perspicacia política que está dotada de mil ojos y mil antenas, y también de aguijones y garras. A la integridad moral, a la rectitud, a la honradez, habíamos adquirido la costumbre de concederles una importancia poco relevante. No sé si irrelevante. Sobre todo nos parecía que en la vida pública la honradez individual era una cosa de poco peso, anticuada e inadaptada a la complejidad de los tiempos que demandan competencias y cualidades.

Entonces, en algún momento nos dimos cuenta de que lo que parece más infrecuente, en la vida pública y política, es la honestidad. En el escenario sociopolítico que tenemos ante nuestros ojos hay raros ejemplos de ello. Como son tan raros e inusuales, tienen una existencia difícil. Son burlados, asediados y amenazados por todas partes por la astucia, el engaño y el fraude. Sin embargo, a pesar de todo, la honestidad emite una luz de esperanza y visible para todos.

La honradez no es astuta, y no lo es en absoluto. No le importa no ser astuta. No utiliza la astucia en sus elecciones y tomas de decisión, sino que sólo se obedece a sí misma. Es intuitiva, pero sólo para discernir lo que se le parece de lo que la ofende. No busca victorias. Está constantemente dispuesta a perder. Lo único que realmente le importa es no hacer trampas, no defraudar, no traicionar ni a los demás ni a sí misma. Quiere moverse, siempre que sea posible, no dentro sino fuera, no de noche sino de día. Ama los caminos directos y detesta los indirectos. No le importa que se rían de ella, que se burlen de ella, que la humillen, que la consideren ingenua, estar sola en sus decisiones y carecer de aguijones y garras, esos aguijones y garras que la sociedad actual tanto admira y ama. La honestidad no quiere ser admirada, ni amada. Sólo confía en sí misma y sigue su camino.

Cuando sabemos de fraudes…, antes incluso de haber comprendido plenamente su alcance, sentimos que en la esfera de lo público se erosiona, no sé si se devasta la idea misma de honestidad. Los objetivos del engaño, los designios del fraude, mentira…, son oscuros, están solapados en la oscuridad. Y acabamos siendo tentados de creer en la determinación de suprimir de nuestra conciencia que toda posible forma o apariencia de cordura e integridad moral sea cierta. Quiero pensar que, cuando oímos hablar de fraudes, sentimos una profunda repulsión por lo que es oculto, por lo que no fluye a la luz del día. Quiero pensar que sentimos la necesidad de poder leer en la vida del país (de la autonomía, de la ciudad…) como si fuera un libro abierto. Es decir, la necesidad de que cada acción a nuestro alrededor sea incuestionablemente verdadera, es decir, honesta, honrada. Queremos seguir pensando que la integridad, la rectitud, la honradez, la honestidad,…, son bienes de un valor inestimable que dan cualidad y dignidad a la vida humana, y tan indispensables para la vida de un país (autonomía, ciudad…) como los son el pan, el agua y el aire.