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Tribuna

Una noche en Rock-Ola

Una noche en Rock-OlaTurismo Madrid.

El tiempo es inapelable. Fue un jueves, víspera de San Fermín de 1984. Actuaba New Order, banda que había dejado atrás el after-punk inhóspito y lacerante de Joy Division para subirse a la nueva ola del techno-dance.

En línea con lo anterior, la perspectiva de esos días en Pamplona pintaba un tanto previsible y repetitiva. O nos metíamos en el chupinazo, o poníamos rumbo a Madrid con cuatro invitaciones vip para el Rock-Ola, consumición incluida, deferencia de un amigo que fichaba en Nuevos Medios, una discográfica que acababa de emerger en el nuevo circuito musical. Y allí que nos fuimos.

Eran las 10.30 de la noche de un verano canicular. En la fachada se anunciaban los próximos eventos: una performance de Divine y una expo de Ceesepe. Ya en el interior, lo primero que advertimos fue que el local, pintarrajeado de un negro desvaído, no tenía aire acondicionado, y que el escenario, iluminado por un vibrante juego de luces, apenas descollaba de entre una masa de cuerpos que parecían hervir a fuego lento al ritmo hipnótico de cajas de ritmos, sintetizadores y percusión, como en una ceremonia de culto. Nos acodamos en una de las dos barras que flanqueaban la sala con idea de canjear las consumiciones, y las risas no se hicieron esperar. Me acerqué al camata y pedí tres cervezas y un pacharán con hielo. No sin desdén, éste me soltó que de eso último… no tenían. En su lugar, nos colocó cuatro botellines de Mahou. El otro hecho a destacar ocurrió a las puertas de los lavabos. Jamás había visto a una fauna tan variopinta enlatada en un espacio tan reducido, cada cual a sus bisnes.

Pese al aspecto cutre y desguarnecido, el Rock-Ola seguía siendo el centro del universo ibérico, el santuario de la movida, aunque con evidentes síntomas de decadencia. Así que, después de la letanía sonora de New Order y de algunos botellines más de Mahou, decidimos rematar la noche en Malasaña. Y esa fue, más o menos, nuestra incursión en la capital, hasta que a primeras horas de la mañana, no recuerdo muy bien cómo (me faltan algunas piezas para completar el puzle), acabamos, como caníbales, devorando porras y cafés junto a una atónita marea de viajeros en las inmediaciones de la estación de Atocha, a la espera de que el rápido de Madrid-Pamplona nos devolviera a casa en perfecto estado de revista, o casi.

De aquel sudoroso episodio han pasado 40 años. Cuando miro por el retrovisor, veo que el mundo ha mutado a una velocidad de vértigo, que de aquellas hordas de veinteañeros que acababan de dejar atrás el tardofranquismo como quien sale de un atasco generacional, apenas quedan las cenizas. La nuestra fue una época convulsa, una intrincada transición entre el viejo mundo que agonizaba y uno nuevo que pugnaba por nacer, en la que no pocos se quedaron por el camino enganchados a la embriaguez del momento o seducidos por una insurrección lúdica llevada al límite. Es por esas fechas cuando Fukuyama decía que la historia había tocado fondo, que la Guerra Fría echaba el cierre y que la democracia liberal era el nuevo paradigma. Pero lo cierto es que no teníamos ni puñetera idea de lo que estaba por venir. Ahora, entrampados en el laberinto del siglo XXI, percibimos que el futuro no es ese sendero ascendente que llamaban progreso, sino una montaña rusa con empinadas subidas de agitación social y abruptas bajadas que acaban en la incertidumbre.

Dentro de las alternativas que impone el retiro jubilatorio, este largo verano me leí algunos libros, le di la vuelta a viejos vinilos y vi nuevas películas, entre otras Civil War, la road movie de Alex Garland en la que una partida de fotógrafos de guerra recorre los EEUU por carreteras que se bifurcan entre la distopía más irracional y el crudo reporterismo bélico, y todo servido sobre idílicos paisajes. Algunas de sus escenas se asemejan a las de cualquier telediario en el que tropas rusas asedian una población ucraniana, mientras otras parecen extraídas del festival de Woodstock. Pero lo más estremecedor de esta perturbadora elegía americana es la visión de un mañana que bien podría ser hoy.

En un mundo lleno de lunáticos como Trump, Elon Musk, Putin o Netanyahu, con una cohorte de imbéciles riéndoles las gracias a ambos lados del Atlántico, cualquier augurio en el orden mundial es susceptible de que ocurra. Después de los atentados de las Torres Gemelas, el asalto al Capitolio, las dos o tres guerras que tenemos a la vuelta de la esquina, o los paranormales intentos fallidos de asesinato del propio Trump a manos de tipos pertrechados con rifles de asalto, podría decirse que cualquier ecuación, por perturbadora que sea, está más cerca de lo posible que de lo probable. Hemos pasado de la era de Acuario a la era de las democracias iliberales, y esa travesía conlleva riesgos.

Ante eso, dicen que la nostalgia es una reacción natural frente a un mundo que parece irse al infierno, que el pasado es un lugar para ir sólo de visita, pero poco recomendable para quedarse a vivir en él. Tal vez sea así, pero lo cierto es que echo de menos esa época frenética y atolondrada, seguramente vivida al filo, pero cargada de ingenuidad y donde todo estaba por hacer. Malos tiempos para la lírica, decía la vieja canción de Golpes Bajos.