Ante la dimisión forzada de Íñigo Errejon me ha sorprendido, valga la redundancia, la sorpresa de tantas compañeras ante los hechos denunciados. A mí no me ha llamado la atención, y no es por cinismo, ni porque el sujeto en sí me produjera ninguna antipatía particular, sino porque tengo claro que una cosa es ir de aliado y otra muy distinta serlo.

Ojalá decirnos de izquierdas nos inoculase la vacuna de una ética profunda e integral, pero la realidad es que nuestro ser de izquierdas se queda en tantas ocasiones enfangado en el terreno de la incoherencia, cuando no en el puro discurso o etiqueta vacía. Asimismo, es evidente que personas que comulgan con un ideario conservador desarrollan a menudo prácticas emancipatorias o simplemente justas.

Hoy, tantas, y en especial, tantos izquierdistas, señalamos a Errejón como si se tratase de la personificación del mal. Así, en mi opinión, volvemos a perder la oportunidad de, primero, poner en el centro el bienestar de las compañeras violentadas y sus necesidades, arropándolas y reparando el daño en lo posible. Y, segundo, hacer una exploración crítica y conjunta sobre el machismo que nos sigue habitando y que permea todos los ámbitos de nuestra vida, de nuestras militancias y relaciones.

Porque la realidad es que no existe sobre la faz de la tierra un hombre cis- heterosexual, de cualquier signo político, que jamás haya ejercido violencia machista sobre una mujer, aunque sea de la forma más sutil: un hombre que no haya mirado a otro lado cuando su amigo baboseaba a la jovencita de turno en un bar, uno que no haya hecho uso del tiempo de una mujer en su beneficio, uno que no haya utilizado su posición para conseguir favores, uno que no haya esgrimido argumentos cutres para forzar a una mujer a practicar sexo sin preservativo, o que no se haya hecho eco de este o aquel privilegio en su puesto de trabajo. En la misma línea, me gustaría saber cuántas de nosotras, mujeres blancas, no hacemos uso a diario de nuestro privilegio de raza y clase, no realizamos comentarios racistas o LGTBIfóbicos, o pagamos por debajo de lo justo a nuestras empleadas del hogar, o a ese repartidor de Glovo cuyo bienestar, en el fondo, nos importa poco.

Alguien puede alegar que la mayoría de esas agresiones no son tan graves, tan directas, como las que ha cometido el señalado político, lo cual seguramente sea cierto. No obstante, ello no debería servir como excusa para invisibilizar su importancia, porque la violencia y el ejercicio de poder lo son en todos los casos, incluso en su expresión más insignificante.

En esta sociedad patriarcal, pero también racista y profundamente capitalista, las violencias que se ejercen son muchas y cotidianas. En relación a las agresiones machistas, desde las izquierdas hemos adolecido de una ceguera selectiva, donde los malos siempre son otros (léase el caso de Daniel Ortega), pero también hemos caído en la utilización de agresores confesos como chivo expiatorio, lo que ha servido, entre otras cosas, para que muchos otros se salieran de rositas.

Esto no contradice un ápice que los Errejones de este mundo deban verse obligados a dimitir, sólo faltaría. Sin embargo, al analizar las violencias o abusos de poder cometidos, podemos reducirlo a condenar al monstruo desde la supremacía moral; o bien aprovechar la ocasión para ponernos ante el espejo. Necesitamos con urgencia optar por lo segundo, al menos si queremos evitar que la historia se repita.