Estos días pasados, junto a las noticias relativas a la tragedia de Valencia (la última, el airado recibimiento a todo el abanico de autoridades que buscó marcarse un paseillo solidario), hemos podido leer otra más de indudable interés. Hacía referencia a 50 niños y niñas asesinados por el ejército israelí tras un ataque contra dos edificios de viviendas y un centro de vacunación infantil contra la polio.
Evidentemente, no pretendo quitar importancia a lo sucedido en Valencia, sino todo lo contrario. Lo vivido allí, en una zona donde reside una población cercana al millón de habitantes, ha sido un inmenso crimen social de efecto retardado. Ha estallado así una bomba programada a la que solamente faltaba por concretar la fecha y el lugar en la que haría explosión, pues todo lo demás (explosivo, detonador...) estaba ya presto para estallar.
Corría el año 1966 y el grupo Cristina y Los Stop cantaban aquella canción titulada El turista un millón, novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve, en la que se relataba la mala suerte de aquel visitante que, por tan solo un número, no fue el dos millones. De haberlo sido habría sido agasajado con todo tipo de atenciones por parte del Ministerio de Información y Turismo dirigido por el inefable Fraga Iribarne. Hoy, aquella cifra se ha convertido en 74 millones de turistas contabilizados en los nueve primeros meses de 2024.
Tres fueron los pilares sobre los que se asentó el despegue económico español en los años 60: la inversión extranjera, las remesas de divisas enviadas por los emigrantes que huían de la miseria y, por último, los ingresos del turismo. Los noticieros del Nodo y la incipiente TVE franquista nos abrasaron entonces con noticias referidas a la gente guapo famosa que nos visitaba, las suecas y sus bikinis y los cánticos a una España de toros, playas, paella y sangría que, se decía, todo el mundo envidiaba.
El turismo es una de las vacas sagradas del particular modelo económico español. Autoridades locales, autonómicas y estatales nos abruman en verano, Semana Santa y ante cualquier puente festivo, con una información detallada del constante incremento de visitantes, precisando centesimalmente los incrementos de ocupación hotelera, el consumo hostelero y los vuelos recibidos en nuestros aeropuertos, así como del extraordinario abarrote de nuestras playas, terrazas y fiestas. Nuestros pueblos, barrios y fiestas son cada vez menos nuestros, pero ¿a quién importa eso?
Consecuencia de ello ha sido el progresivo hormigonado del litoral mediterráneo con todo tipo de hoteles y apartamentos. Naranjales y huertas han sido sustituidas por bonitas urbanizaciones que nacen en la misma playa y escalan las laderas de los montes cercanos, mientras que ríos, arroyos y cauces fluviales han sido aherrojados y reducidos a su mínima expresión. La cultura del pelotazo fácil ha sido elevada al altar de los altares y con ella se ha extendido como una mancha de aceite la corrupción generalizada que todo lo inunda. Y luego, claro, cuando la madre naturaleza despierta periódicamente de su largo letargo y se despereza, la cama se le queda pequeña y suceden tragedias como la de Valencia.
La noticia levantina ha ensombrecido la de los 50 niños y niñas asesinadas en Palestina. Es lo que tiene la cercanía de la muerte y el dolor, que hace que éstos se vivan con mayor intensidad. Pero el no sentir el genocidio palestino en toda su crudeza tiene también que ver con que, con el tiempo, las victimas de éste dejan de tener nombre y se convierten tan solo en números. Más de 43.000 muertos matados y 10.000 personas desaparecidas. Pronto las víctimas de Valencia serán también eso solo, meros números. Se compararán éstos a los ocurridos en otras fechas y lugares, pues para eso han sido reducidos a puras cifras.
Inevitablemente, las imágenes vistas de casas y comercios inundadas, infraestructuras destruidas, barro y fango por doquier y murallas de coches obturando calles y pasadizos, nos han recordado a una Gaza arrasada por completo por las bombas genocidas israelíes. Lo mismo ha ocurrido con las de toda esa gente llorando por sus familiares muertos o desaparecidos, escarbando entre escombros y fango en un inmenso auzolan ciudadano, sin mayor ayuda institucional durante los primeros días que la proveniente de los vecinos y vecinas de las localidades próximas. Claro está, junto al dolor máximo ha surgido la indignación extrema. No era para menos. Los reyes, Pedro Sánchez y Carlos Mazón son testigos de ello.
En Gaza, como en Valencia, se veía venir el actual genocidio. Era también una bomba de efecto retardado alimentada durante las últimas décadas por un Occidente cómplice, sus gobiernos y una ONU llorona e hipócrita, que han contemplado pasivamente y consentido matanzas continuadas, colonización de tierras, cercado de muros, asfixia económica, criminalización social y religiosa. A lo más, tan solo hemos oído pequeñas críticas con voz de falsete, algún pucherito hipócrita y las limosnas consabidas de ayuda humanitaria. Meras posturitas con la mano derecha, mientras que la izquierda premiaba al régimen genocida israelí con un comercio preferente, un mercadeo armamentístico y su bendición apostólica en todos los ámbitos culturales, deportivas y sociales.
Por desgracia, tanto en Valencia como en Palestina, es más que probable que se siga haciendo la misma política que ha conducido a la actual guerra y a la reciente tragedia levantina. Los intereses del cemento y el turismo de masas seguirán primando sobre los de la población valenciana y seguirá ensalzándose la depredadora economía que ha dado lugar a la actual tragedia. Y en Gaza, qué decir, porque si después de lo que allí ocurre aún no se han roto todo tipo de relaciones políticas, económicas y sociales con el estado sionista israelí, difícilmente podrá abrirse camino una solución democrática que respete los derechos políticos del pueblo palestino.