Había un consejero de Educación que no amaba al profesorado, de los que era responsable. Más bien pareciera que les tenía manía. Consiguió poner de acuerdo a todos los sindicatos educativos en su contra, hazaña que hacía tiempo no se había logrado en el reino. Logró que se hicieran dos huelgas en dos meses (sin contar las que estuvieran por venir) después de otras anteriores; y eso teniendo en cuenta que a las y los profes no les hacen mucha gracia las huelgas que, aparte del coste económico, suponen unos retrasos en las programaciones que luego pueden afectar al alumnado.
El caso es que para apaciguar los ánimos no se le ocurrió mejor cosa que recortarles derechos a parte del profesorado. ¿Quizás quería dividirlos? ¿Le parecía una buena forma de negociar? ¿O es que odiaba a los profes?
Reconoció que las cosas iban bien en la educación navarra, al menos para las y los usuarios, pero se negaba a reconocer que esa situación se asentaba en el trabajo de las y los profes, cada vez más sobrecargados de trabajo, y menos aún a concederles mejoras a su situación. Mejoras en el número de alumnado que tenían que atender, una parte de los cuales requerían atención especial; mejoras en sus retribuciones, que habían disminuido con el tiempo; mejoras en sus excesivas horas extraordinarias o en las posibilidades de estabilización.
Sí que hizo unas propuestas vagas de mejora a futuro, pero además, condicionadas a los recortes de derechos ya mencionados. ¿Y cuáles eran esos derechos? Pues resulta que años atrás un gobierno de UPN había accedido a que el personal de cierta edad tuviera menos horas lectivas, es decir, menos horas de clases (que no de estancia en el centro). Se supone que dicho gobierno vio unas razones para ello. Tal vez pensó que el trabajo en el aula es exigente física y mentalmente y que a determinadas edades esos esfuerzos deberían reducirse (el consejero en cuestión nunca dio clases). O quizás también se tuvo en cuenta que con la edad se empezaban a perder facultades y que podría costar más realizar todas las tareas que conllevaba la profesión de docente (el consejero también tenía esa edad).
Así que el consejero se escudó en una ley que no decía lo que él decía que decía y concedió que la mitad de las horas de reducción siguieran como estaban (es decir, como decía la ley), pero que las otras deberían usarse en tareas del centro que quitarían horas a otros profes (y con ello se disminuirían puestos de trabajo).
Este señor consejero en sus tiempos como parlamentario foral, entonces en la oposición, ya fue recriminado por las formas que usaba en sus intervenciones (tampoco amaba a las y los parlamentarios que entonces apoyaban al gobierno). Y ahora los sindicatos se quejan de su cerrazón y de que se escuda en las limitaciones presupuestarias para no proponer avances. Pero es normal, de un consejero que no ama precisamente a las y los profes no se puede esperar que intente mejorar las partidas de su departamento, a pesar de ser la presidenta del gobierno, casualmente, de su mismo partido.
La cuestión es que por mucho menos un antecesor suyo en el cargo (que sí había dado clases) tuvo que dimitir. Así que podríamos pensar que uno de los que con más empeño exigieron dicha dimisión (sí, el señor consejero) igual podría llegar a la conclusión de que no es la persona adecuada para el cargo, que tal vez otra persona más dialogante podría mejorar las relaciones entre el profesorado y su máximo responsable; que a lo mejor alguien con cierta preocupación por el bienestar del profesorado podría ser una mejor opción. Porque sí, mucha gente pensaba que al consejero le había llegado la hora de dejar el cargo y pasar a otras ocupaciones.