No hay nada más valioso que vivir en paz. Empezando, por supuesto, por la paz política: aquella que millones de niños en el mundo anhelan con la mirada rota, en medio de conflictos que arrasan sus sueños, sus hogares y sus familias, dejando cicatrices tan profundas como invisibles. Sin ser comparables en magnitud, más allá de esa devastación inimaginable, existe otra paz que pertenece a nuestra parcela más íntima: la paz personal, esa que, en el mejor de los casos, uno se otorga a sí mismo, acallando los implacables jueces internos que dictan sentencias sin que medie defensa.

Cuando la paz política la damos por sentada, el magistrado de la paz personal comienza a acicalarse. Y surgen las visitas nocturnas, sin cita previa, nada más reclinar la cabeza sobre la almohada. Y es entonces cuando el señor de la toga se pone sus mejores galas para sentenciar, noche tras noche, con una retahíla de tormentos perfectamente zurcidos y confeccionados a la medida de cada uno: nadie te quiere, todo lo haces mal, nunca serás como los demás, jamás conseguirás lo que deseas…

Estos jueces internos, orgullosos graduados cum laude en martirizar el sosiego mental de nuestros jóvenes, están más activos de lo que las apariencias revelan y han convertido a las nuevas generaciones en su campo de entrenamiento predilecto.

Y ahí está la paradoja: estamos tejiendo una sociedad que, mientras pregona bienestar y progreso, se ha convertido en una trampa emocional para nuestros adolescentes. Los datos son tan fríos como demoledores: uno de cada cuatro jóvenes se ha autolesionado o ha contemplado el suicidio como una puerta de escape. Nos enfrentamos a un desgarro social que no puede ser ignorado porque la solución no llegará si no actuamos con urgencia y determinación.

Los motivos de esta desidia personal son tan diversos como dolorosos. Los jóvenes de hoy se enfrentan a una presión social constante que afecta profundamente su salud mental. Las redes sociales actúan como un espejo deformante, donde la vida de los demás parece siempre más feliz, más completa y más perfecta, alimentando sentimientos de inseguridad y frustración. A esto se suma la falta de conexión real en un mundo cada vez más digitalizado, donde las conversaciones cara a cara, esas que reconfortan y sanan, brillan por su ausencia. Finalmente, la soledad, esa compañera no deseada, encuentra terreno fértil en una sociedad que prioriza lo individual sobre lo colectivo, dejando a muchos jóvenes sintiéndose desconectados y desamparados.

La solución empieza por un gesto tan simple como revolucionario: escuchar. Escuchar con atención, sin juicios ni comparaciones. Escuchar más allá de sus palabras, entre líneas, donde se esconden las demandas reales. Sus súplicas distan mucho de caprichos materiales. No buscan zapatillas de marca ni vacaciones de ensueño. Principalmente quieren tiempo, empatía y comprensión. Quieren ser vistos y aceptados, por sus familias, por sus iguales y por una sociedad que no solo los mire, sino que los reconozca y les dé el lugar que merecen.

En la Red de Ikastolas, conscientes de esta realidad, trabajamos en el marco de un modelo educativo centrado en la persona. Nuestro objetivo es reforzar la fortaleza interna del alumnado y dotarlos de herramientas para enfrentar la vida con confianza y equilibrio. Queremos desarrollar su libertad interior, su madurez afectiva y su capacidad para cuidar

de su bienestar personal. Pero no lo hacemos solos: construimos una comunidad que fomenta el diálogo, el apoyo mutuo y la conexión genuina con las personas de su entorno.

Sabemos que este es un reto de largo recorrido, pero también sabemos que merece la pena. No solo queremos formar estudiantes, queremos formar personas capaces de soñar, de crear, de amar y, sobre todo, de vivir en paz.

Vivimos tiempos complejos, sí, pero no imposibles. Como sociedad, todavía podemos crear un espacio donde nuestros jóvenes encuentren un motivo para quedarse, para soñar, para construir. Porque si algo hemos aprendido de las peores tormentas, es que siempre terminan cediendo ante la calma. Y esa calma, esa paz, no nos llegará sola. Hay que buscarla, protegerla, y, sobre todo, compartirla.

Es nuestra responsabilidad, y también nuestra oportunidad. Dejemos a un lado el ruido y el juicio, y demos un paso hacia el silencio que escucha, el que abraza, el que da esperanza. Porque la paz, ese bien intangible y esquivo que debería ser el pilar de nuestras vidas, solo se encuentra donde hay amor, diálogo y humanidad.

Zorionak eta urte berri on!

*El autor es director de Lizarra Ikastola