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VolverJavier Bergasa

Somos como gotas de agua que buscan el río para sentirse comunidad. El río, a su vez, busca el mar para ser Estado. Y el mar, la orilla, para encontrarse con lo firme. En el enfrentamiento entre lo líquido (lo inestable, lo cambiante, la duda…) y lo sólido (lo estable, lo perdurable, lo resistente…) se produce el gran encuentro de la búsqueda. La orilla es la periferia del mar y de la tierra. El encuentro puede ser enérgico y brutal como un acantilado, o suave y delicado como una playa de fina arena. Adentrarse en tierra firme o echarse a la mar son dos opciones vitales.

Todo explorador del interior de la Tierra seguía primero el curso de un río, porque el río le garantizaba la supervivencia y ahí confluían todos los afluentes que se internaban tierra adentro. Poco a poco iba alejándose del río protector para ir penetrando en lo ignoto, era él solo frente a la naturaleza, frente a lo desconocido, frente a otros pueblos indígenas. La lección de la soledad era brutal, pero si salía indemne, volvía cambiado, irreconocible, más fuerte, más maduro, lleno de experiencias vitales que contar.

El explorador de los mares embarcaba en un navío para que le acercara hasta el confín de lo conocido y una vez ahí, partía con su propia embarcación, a veces solo, en busca de lo misterioso. Como el explorador de tierra, este marinero bregaba con tormentas, con calmas chicha, con animales indómitos, con la soledad más profunda, con la noche cerrada. También él volvía renovado, curtido por el sol, la sal y el viento, lleno de cicatrices que le recordarán de por vida a momentos cercanos a la muerte que narrará con pasión.

Si algo tenían claro los dos, era que había que volver a su puerto de partida, a su ciudad, a su pueblo, a su casa. Quedarse era perderse para siempre, volver era mostrar a tu gente lo conseguido, agradecerles su apoyo, enseñarles lo aprendido y sacarle partido al viaje. Sabían dónde estaban sus amigos/as, su verdadero hogar, aquellos que te daban protección cuando vienen mal dadas, cuando te planteas formar una familia, cuando ya no se puede seguir siendo explorador, cuando la edad o las circunstancias frenan tus ansias de aventura.

Hoy en día, animamos a nuestra juventud a salir fuera, a que exploren otros caminos, a que se formen en otros entornos, a que experimenten otras culturas, otras escalas, otras maneras de entender la vida. Pero parece que se nos olvida recordarles que tienen que volver, que su sitio, su hogar, su red de protección está aquí con los suyos.

Es cierto que la tecnología acerca al distante y parece que está aquí contigo cuando hablas, pero eso solo soluciona la inmediatez de la angustia, de la separación, de la duda, de la alegría. La cuestión es que cuando surja el dolor no estaremos al lado para sostenerlos y cuando se festeje el logro, no podemos abrazarlo para compartir la alegría.

Nos estamos conformando en que vuelvan por Navidad, en fechas concretas, pero los estamos perdiendo. La experiencia de la migración interna nos ha hecho ver que se dejaban atrás, en los pueblos y ciudades, a los padres y madres, hermanos/as, amigos/as, se salía en busca de un bienestar y futuro mejor con la promesa de volver con riqueza para hacer del lugar de partida un sitio nuevo. La realidad es que se volvía en vacaciones y a funerales. Una vez rehecha la vida en un nuevo destino, el lugar de partida quedaba como un melancólico recuerdo, nada más. Nunca se les ha pasado la nostalgia, siempre han sentido la necesidad de volver, pero ya era demasiado tarde.

Está bien, muy bien, que nuestra juventud salga, viaje, se forme, coja experiencia lejos del hogar, pero nos equivocamos si no facilitamos su retorno. Primero por ellos/ellas, porque se quedarán sin la mayor red de protección que ya tienen, lo segundo por nosotros/as que nos veremos solos/solas, y lo tercero por nuestra propia sociedad que pierde su mayor valor de futuro.

Pero para que vuelvan, como sociedad les tenemos que facilitar la vuelta, les tenemos que ofrecer puestos de trabajo atractivos, y hay que facilitarles el acceso a una vivienda digna que puedan asumir su coste. Son estas dos cosas básicas las que a la juventud le posibilita su independencia, porque sin ellas, no solo no volverán los/las que se han ido, sino que cada vez se irán más.