Resalta el antropólogo David Graeber, en su libro En deuda, analizando los procesos de la economía, la importancia del año de 1776, que fuera cuando Adam Smith, a la sazón profesor de Filosofía Moral de la Universidad de Glasgow, alumbrara la disciplina de Economía, llamándonos la atención de cómo hasta ese momento las cuestiones alrededor del dinero funcionaban, al menos desde Aristóteles, al igual que con los escolásticos medievales, repitiéndonos una historia supuestamente sabida sin cerciorarse a ciencia cierta ni del porqué de su causa ni proceder, pero, eso sí, siendo condicionante del devenir. Como Dios, el dinero es de esas cosas que no se encuentran en la naturaleza sino que hay que ir a buscarlo después de haberlo, artificial, monetaria y crediticiamente creado. Y contar la historia de su búsqueda es lo primero que hace cualquier manual de economía que se precie, nos dirá.
El dinero es caso de idolatría estereotípica, ya desde tiempos veterotestamentarios. Y por lo mismo, contamos con dinero y dineros. El primero funcionando a la manera de un deus otiosus, viniendo a ser algo así como el inalcanzable sujeto-objeto de deseo, dada su tendencia a la inconmensurabilidad numérica, infinitud, oculto tras el telos al que aspira la media del común, paras serlo, seguidamente, convencional artículo mediador de la necesidad en la mayor parte de transacciones. El dinero colma en el momento actual las aspiraciones del hombre presente, paradójicamente haciendo que escasee en su versión más pegada a la cotidianidad y, por tanto, generando gran frustración. Por lo cual, Graeber intenta demostrar, parodiando al arte, cómo anterior al realismo mimético existe un esquematismo abstracto, y antes de la moneda el crédito que en origen civilizatorio constituía en buena medida ser artimaña para el control de lo contable.
Supuestamente, por tanto, el dinero, en forma de moneda, sería la materialización de un ideal controlador de la distribución, que bien puede adoptar las variantes del reparto o de la acumulación. “De hecho –afirma–, la historia estándar de la moneda está completamente trastocada. No comenzamos con trueques para descubrir el dinero y finalizar con sistemas de créditos. Primero vino lo que hoy llamamos dinero virtual. Las monedas aparecieron mucho más tarde, y su uso sólo se extendió de manera irregular, sin reemplazar nunca los sistemas de crédito. El trueque, a su vez, parece ser, en gran parte, un subproducto colateral de uso de monedas o papel moneda; históricamente ha sido lo que han practicado personas acostumbradas a transacciones en metálico cuando por una u otra razón no tenían acceso a moneda”.
Este antropólogo va más allá mostrándonos cómo a través de la poética religiosa un concepto metafísico como es aquel referido a la infinitud adopta el signo finito, mathema del humano proceder. El dinero no puede explicarse sin su contrario la deuda, habrá de avanzarnos. Y si queremos así entenderlo habremos de partir de la consideración de que el dinero no es una cosa, sino “una manera de comparar matemáticamente cosas en forma de proporciones: de decir que uno de X equivale a seis de Y. Como tal, es probablemente tan antiguo como el pensamiento humano”. Cuestión que hizo que Eckart Heimendahl, en la serie de entrevistas que compusieran su obra Física y Filosofía, allá por 1969, afirmase que: “El Dios de la imagen física del mundo de la Edad Moderna era un dios de las matemáticas y del entendimiento racional en un mundo sin alma”. Lo que a día de hoy parece estar completamente ratificado, incidiendo, por tanto, en el hecho de que se trata de una característica humana no dada propiamente, al menos materialmente, en la naturaleza. Y, en este sentido, no hay sino constatar el servilismo convergente del arte último con la matemática como esa creación emergente en los programas de graduación que intentan la recreación de una estética idónea y adecuada para el nuevo entorno de artificialidad creada. (Recomiendo en este sentido la lectura del prematuramente desaparecido pensador Mark Fisher, Constructos Flatline).
No obstante, si algo parece quedar claro en el encuentro entre economía, política, mercado y dinero es esa escolástica convergencia entre fe y saber, creencias y conocimientos del para-sí humano. Aunque no esté tan claro cuáles fueron las bases que dieran origen a la misma estando camuflada en la justificación de la impersonal parcialidad matemática que beneficia, por ese consenso dado en torno a una abstracción, modelos neoliberales, comunistas o socialdemócratas en su condición dual, unitaria o sincrética, trayendo a colación, tal vez, aquella otra más pretérita disputa sobre la naturaleza de Dios, Padre e Hijo, entre monofisitas, nestorianos y apolinaristas. Los primeros por matérica fusión o fisión y, los últimos, por hibridante confusión, puesto que en la mercolástica discusión sobre cuestiones transaccionales parece contar también con un especular trasfondo trinitario entre lo uno, su doble, o el intermedio de entre ambos, su punto de encuentro. Por ello, tras más de quinientas páginas en las que el antropólogo Graeber intenta explicarnos los procedimientos que nos han llevado hasta aquí, concluye: “Se han acuñado muchos nombres para describir la nueva situación, desde democratización de las finanzas a financiarización de la vida cotidiana. Fuera de los Estados Unidos la llaman neoliberalismo. Como ideología, implica que no sólo los mercados, sino el capitalismo (he de recordar continuamente al lector que no son la misma cosa) se convierten en el principio organizativo de todo. Deberíamos pensar, cada uno de nosotros, en nosotros mismos como en minúsculas corporaciones, organizadas en torno a la misma relación entre inversor y ejecutivo: entre la fría y calculadora matemática del banquero y el guerrero que, endeudado, ha abandonado cualquier noción personal de honor para convertirse en una especie de máquina desgraciada”.
El autor es escritor