Contrariamente a lo que nos tienen acostumbrados, por alguna razón que a la mayor parte de la historiografía parece habérsele escapado, la tenida por edad oscura, esa Edad Media dividida en Alta y Baja, es para el antropólogo David Graeber un período menos fatídico, de mayor espiritualidad en menoscabo de lo material, que lo que la mayoría pudiéramos creer. Y su convencimiento parte de la percepción generalmente ignorada de que esta es una época en la que, debido al hundimiento de la estructura imperial romana, se pasa de la esclavitud, la propiedad de unos seres por otros, a un régimen donde las condiciones de vida parten de un principio de acuerdo basado en el vasallaje entre siervos y señores feudales. Si bien la esclavitud no desapareció del todo, en esta época se dieron cualitativos avances en vías a una progresiva emancipación que supuestamente habría de colmar a posteriori el espíritu de las luces, de la ilustración y los movimientos revolucionarios que del mismo surgieran.
Aunque tal vez, matiza, esa esclavitud pasada adopte, hoy en día, apariencia de un contrato laboral, que en modo alguno nos libra de la condición de aquella otra: “Hay, y siempre ha habido, una curiosa afinidad entre trabajo asalariado y esclavitud (…), porque tanto la relación entre amo y esclavo como entre empleador y empleado son, en principio, impersonales: hayas sido vendido o seas tú mismo quien se alquila, en el momento en que el dinero cambia de manos quién seas deja de tener importancia; lo único importante es que seas capaz de comprender las órdenes y hacer lo que se te diga”.
Razón por la cual, parece tan deseable por parte del empleador sustituir al empleado por la máquina robotizada aun bajo la amable, humanizadora, simulación. Y, paradójicamente, el empleado pide seguir siéndolo, aunque si bien con las adecuadas mejoras en su cosificada condición, recordándonos cómo para Orlando Patterson fuera la condición romana de esclavitud aquella que diera origen a la noción de propiedad absolutamente privada, donde el esclavo no contaba como persona sino como una cosa más del patrimonio doméstico.
Es la “deuda” debida, en opinión del antropólogo, la que consigue hacer del amo venido a menos, obligado a prestar un servicio, la figura que transforma milagrosamente el mundo de relaciones entre siervos, muchos de ellos antiguos señores de propiedad, y la clase de quienes habían mantenido su condición de tales así como los nuevos erigidos en señores de sus feudos. En esas condiciones la recuperación de la tierra para el individuo, la familia y la casa, garantes asimismo del bienestar comunitario bajo las exigencias de una imprescindible mutualización de las prestaciones, constituyó un serio objetivo a alcanzar. Y a partir de ahí bien pudiera explicarse el por qué del origen de la expresión “siervo de gleba”, al tratarse la gleba, propiamente, el terrón que se levantaba al arar o cavar la tierra, y sus siervos, aquéllos que se encontraban en la obligación de trabajarla. (Apunta, en este sentido, la Wikipedia cómo “más que una esclavitud por naturaleza, en la que el esclavo es una propiedad del señor se trata de una servidumbre por naturaleza en la que el siervo tiene un contrato de servidumbre feudal, con derechos y obligaciones por parte del señor y del siervo”, a sabiendas de que feudo es aquella porción de tierra generalmente puesta a disposición del campesino por la propiedad feudal).
A tener en cuenta, no obstante, que, en la visión de Graeber, la Edad Media hunde sus raíces al menos una centuria antes en las culturas orientales de India y China, “pasando desde ahí a gran parte de la Euroasia Occidental gracias al impulso del islam. Tan sólo llegó a Europa cien años después” –habrá de afirmar. Ya en la década de los cuarenta del siglo pasado Lucien Febvre, creador de la revista Annales, junto con Marc Bloch, avanzaba que el plato fuerte de la europeidad se encontraba condimentado fundamentalmente “con materiales romanos que permanecieron después de la disgregación del imperio”, habiéndose mezclado con materiales bárbaros, de diversa procedencia, pero siendo mayoritariamente oriental. Modelo expansivo que respecto del tardocapitalismo parece estar invertido y de vuelta hacia un axial imperialismo basado en la conveniente, duginiana y triádica, multipolaridad.
Desde hace décadas está muy de moda, entre la clase de intelectuales en vías de extinción, hablar de la nueva Edad Media, según unos, y, por su característica, de una nueva vuelta a la oscuridad. Justamente, todo lo contrario que aquello que nos fuera prometido por la Ilustración, la luz. Así lo hizo hace unos años el francés Alain Minc (hijo de comunista, contrario a la independencia de Cataluña y actual gestor de calzadas/autorrutas), con una visión desesperanzada sobre el futuro del capitalismo que expusiera en La nueva Edad Media, para quien todo intento de acercamiento al ecologismo no supone “sino una relación de buena vecindad ) con el apego a la tierra, al pasado y a la identidad que expresa el viejo atavismo conservador modernizado y puesto al día”. Y más recientemente, desde la orilla opuesta, James Bridle, artista y escritor, aparente conciliador de contrarios, con La nueva Edad oscura.
A ambos, tal vez, convendría recordar que el elemento clave para la definición de aquella época cuyo punto álgido fuera el año 1000, como ahora lo es el 2000, no fue otro que el de la conveniente disolución de un poder imperial que hoy dista de serlo. Es más, asistimos a un empoderamiento del mismo nunca antes conocido. Esa oscuridad, a la sazón, en origen, consiguió, como bien nos recuerda Graeber, una cualitativa y cuantitativa reducción de la condición esclavista y un empoderamiento del poder local basado fundamentalmente en las relaciones interno-externas de las pequeñas comunidades, como, así también, un progresivo cambio de mentalidad basado en el sincretismo establecido por la práctica cristianizadora. Ahora bien, en un mundo actual de marcada polarización imperial, en el que, según Bridle convendría tener muy presente el que “la tecnología no consiste en la mera creación y uso de herramientas: es la creación de metáforas”, tal vez, convenga poner nuestros esfuerzos en aras a la consecución de nuevo pacto con el verdadero agente garante de nuestra existencia, la Tierra, que considero bien pudiera denominarse Glebalia.
El autor es escritor