Una madre con tres menores a su cargo y víctima de violencia de género va a ser desahuciada el 30 de enero en Burlada. Aunque lleva años haciéndose cargo del alquiler, la propietaria –familiar de su exmarido y agresor–, pretende echar a la familia del piso para venderlo. A estas alturas alguien podría ya preguntarse, con el ceño fruncido, cómo puede ser esto posible, si a finales de diciembre del año pasado el Gobierno y sus consortes prorrogaron la moratoria de los desahucios a personas vulnerables hasta finales de 2025. Pues la respuesta es tan sencilla como desoladora: no se le aplica.

Esto sucede debido al artículo 1 bis del Real Decreto-Ley 9/2024, por el que se regulan, entre otras cuestiones, los denominados “desahucios por precario”. Este artículo establece que en casos en los que no se puede probar una relación legal de arrendamiento, es decir, cuando, como en este caso, la mujer no está reconocida formalmente como inquilina, los requisitos para que se le pueda aplicar la moratoria son mucho más estrictos: debe demostrarse una situación de extrema necesidad, debe tratarse de un gran propietario –con más de 10 viviendas en propiedad–, debe ser un caso en el que la entrada en la vivienda sea anterior a la entrada en vigor de la moratoria, etcétera.

Esta brecha legal hace que un supuesto escudo social termine convirtiéndose, con relativa facilidad, en un arma de doble filo; en una medida excluyente que da cobertura a la impunidad propietaria y hace depender de la discrecionalidad del juez de turno la posibilidad de que una familia pueda terminar en la calle en pleno invierno. Escudo social que, por otra parte, hemos visto caer y resucitar –habrá que ver con qué modificaciones– a causa de las recientes carambolas parlamentarias a cuenta del decreto ómnibus. Así de frágiles e inestables son las bases sobre las que sostienen nuestras condiciones de vida.

Pero más allá de carambolas o de la letra fría de la ley, lo que este caso pone en relieve es un modelo habitacional que no protege a las personas ni sirve a sus necesidades, sino que prioriza los intereses privados de los propietarios y de los especuladores. Y es que para una víctima de violencia de género como la del caso que relatamos, el desahucio no se reduce a la pérdida del hogar: es la prolongación del control, del chantaje y del sufrimiento por parte de su exmarido y agresor. Y mientras todo esto sucede, las instituciones permanecen pasivas y los servicios sociales no ofrecen alternativas estables ni de calidad, dejando a las familias a merced de la incertidumbre y el frío del invierno.

Ante esta situación, desde el Sindicato Socialista de Vivienda de Iruñerria no tenemos ninguna duda: la única forma de enfrentar estas injusticias y de revertir nuestra situación de indefensión generalizada ante los propietarios, es la organización. Por ello, hacemos un llamamiento a las vecinas y vecinos de Burlada a demostrar que juntas podemos frenar este desahucio. Porque no se trata solo de defender un techo: se trata de plantar cara a un sistema que nos despoja de la posibilidad de un acceso universal a la vivienda y que pretende dejar a una madre y a sus hijos en la calle. Nos vemos el jueves. día 30.

El autor es miembro del Sindicato Socialista de Vivienda de Iruñerria