“La medida de un hombre es lo que hace con el poder” (Platón).
El ser humano, en demasiadas ocasiones, genera pensamientos de violencia entrelazados como víboras en apareamiento, dinamitando el respeto y la convivencia pacífica, sin que las brumas de la infancia logren pacificar el espíritu uncido en el yugo de la ceguera y el odio, olvidando que las aguas limpias del respeto son las aguas fluyentes de una vida en armonía que arrastran y diluyen los mecanismos del resentimiento. La cerrazón del individualismo hace que los seres estemos lejos de los seres. Los dramas que conciernen al ser humano, cuando no están próximos, son lo más parecido a una abstracción perdida en el drama general de la vida. El dolor y la empatía se nos disipan en la distancia, señalando nuestra pobreza e incapacidad emocional, que nos hace culpables colaboradores de la torpeza y el egoísmo. El hombre es, sin duda alguna, una especie atormentada y en continuo conflicto con el tiempo. Buscamos la armonía de nuestra vida en caminos erróneos que transitamos miméticamente.
Pasa el aire quebrado del invierno sobre nuestros días dándonos un toque de frágil belleza, recordándonos que somos rehenes de un tiempo abstracto que se aleja de la esencia de vivir. Somos seres primitivos con tecnología, alejados de la pureza de la infancia y de aquel lejano perfume del mundo, cuando los días, prodigiosos, redondeaban las mañanas en su luz invernal, llenándonos de seguridad, optimismo y euforia plena, haciendo desaparecer las adumbraciones del mundo que, como siluetas filiformes, quedaban diluidas en un blanco impenetrable, en la suave omnipresencia de la nieve que ahogaba todo rastro de vida y sonido, engulléndolo todo con su manto silente, acompañado por el suave canto del viento en aquellos inviernos de infancia. Luego, el tiempo nos separa de nosotros mismos y nos transforma en supervivientes de la larga secuencia de errores en los que naufragamos.
La pintoresca frivolidad de la vida levanta acta perdurable de la violencia, instalada y normalizada en sus múltiples facetas en la desorientada sociedad, recordándonos que, como señalaba Goethe, cuando el hombre no se encuentra a sí mismo, no encuentra nada.
La orfebrería del tiempo no logra limar las dañinas asperezas del alma, tan violentamente desgajada por una sociedad agresiva que sumerge en la grisura los mejores ideales. El vals de la soledad es la música envolvente de este siglo, dependiente del poder y la tecnología y alejado de la ética que se espera encontrar en el homo sapiens. Cuando la violencia se normaliza, la sociedad degenera, perdiendo criterio y sensibilidad. Decía John Lennon que “vivimos en un mundo donde nos escondemos para hacer el amor, mientras la violencia se practica a plena luz del día”. Crece en Internet la pornografía, haciendo que el amor, superior a la vida misma, sea confundido con frecuencia con el prólogo del deseo. Surge en este terreno la violencia cuando no hay una mutua admiración y una ternura sostenida en el tiempo; cuando hay carencia de disfrute en esa bella soledad acompañada que se adapta al transcurrir de los años con amplio sentido poético y humano, confiriendo a la monotonía y a la constancia el valor de la belleza placentera de nuestra existencia. La violencia y la discriminación hacia la mujer siguen estando presentes en todo el planeta de un modo pandémico. Occidente, que se jacta de lo contrario, señala continuamente el número de mujeres que intervienen en diversas facetas de la vida, subrayando sistemáticamente sus valores y contribuciones. Hay un enaltecimiento indiscriminado que contribuye a mantener la sospecha de una política con impostada elevación, generando un escepticismo hacia la realidad de una sociedad que mantiene ciertos vestigios de inadmisible machismo, como la violencia de género, que no cesa, o la menor paga de la mujer en el mismo puesto de trabajo que desempeña un hombre. Continúa siendo habitual seguir considerando, con una sonrisa benevolente, la vida de un solterón como una libre elección digna de respeto, mientras se habla, peyorativamente, de la solterona, transmitiendo la idea de fracaso o de falta de atractivo personal. Pese a la conveniente actitud de mostrar un pensamiento políticamente correcto, hay en el mundo masculino miradas de expertos en una paremiología machista que se aleja de la auténtica igualdad de sexos. La mujer es un sismógrafo de la sociedad actual que detecta los síntomas de algo que no funciona. Sumergidos como estamos en un mundo violento, vemos cómo se alienta sistemáticamente una profanación de la convivencia en sus múltiples facetas, generando un círculo vicioso en el que se incorporan la intolerancia y el desentendimiento del omnímodo interés por los problemas del prójimo, como elementos clave de la destrucción social. La inhumanidad sigue siendo perenne en nuestro planeta, corroborando que un mundo insensibilizado es un mundo peligroso. El poderoso dios del dinero ha desbancado, con su tiranía, a todos los dioses que el hombre ha ido creando a lo largo de la historia. El cinismo que transpira un mundo que desaparece deja un poso de resignación, silencio y nostalgia en los mayores, viendo cómo un supuesto progreso está trayendo de su torpe mano la decapitación de los valores que sustentaron sus vidas, en las que emanaba una fuerza tan utópica como poética. Hoy están entremezcladas todas las dicotomías de un modo caótico. La mala política, más delictuosa que la de cualquier negocio privado, justifica cualquier transgresión a la moral que beneficie al poder inquisitorial. Hay también un grado de violencia en algunos medios informativos, en los que con sus tonos y gestos nos dicen lo que debemos opinar, alejándose de dar las noticias con neutralidad democrática y generando el fantasma de la polarización. Nos invade una fiebre de dominación y poder. Los medios técnicos llevan al hombre a abusar de la naturaleza, sin considerar la trampa y el deterioro que se está creando para las generaciones venideras, herederas de una ceguera apartada del humanismo y próximas a los mundos de pesadilla que imaginó Orwell.
Pasará el invierno, y la sencillez de las pequeñas cosas del día a día seguirá ocupando más espacio que los grandes temas. Comenzaremos a notar en la cara los primeros rayos cálidos del sol, dejando atrás los gélidos amaneceres, y el rocío de la mañana empapará los prados. Los árboles se llenarán de gorriones y, pese a los defectos de la sociedad, el deseo, se vea o no su llama, seguirá siendo el fuego que ilumina la vida de los seres, confiriéndoles la ilusión de vivir.