Hace algún tiempo, para fijar con claridad mi posición sobre la Unión Europea y para que algún lector no se extrañase de lo que pudiera decir en posteriores escritos, titulé mi artículo “Yo no quiero esta Europa”.

Por supuesto que no pretendía situarme entre los antieuropeístas. ¡Todo lo contrario! Siguiendo la tradición de los europeístas de la Ilustración, –la de los Derechos del Hombre y del Ciudadano–, siempre fui y me declaré europeísta convencido, pero…, ¡“no de esta Europa”!, es decir, la de los “diaboli minister”: los mercaderes. Por el simple hecho de que es falso que el mercado se autorregule y que es verdad que el pez grande se coma al chico y se genere la desigualdad. Por ello, y por otra cuestión esencial como la de la dependencia, el Tratado de Roma de 1957 firmado por Alemania, Bélgica, Francia, Italia, Luxemburgo y Países Bajos, que constituye la base de la Unión Europea actual, siempre estuvo intelectualmente bajo mi sospecha.

Como intuía, el Plan Marshall americano no obedecía a razones filantrópicas ni de compasión por el sufrimiento que había producido la reciente, inexplicable, –desde la dignidad humana–, cruel y atroz guerra. Dicho plan solo se podía explicar desde la oportunidad que a los Estados Unidos se le presentaba para la creación de una intrincada, férrea e ineludible red de compromisos económicos, financieros, ideológicos, políticos, militares…, que diese como resultado una situación de dependencia total y propiciase, finalmente, lo que todo Imperio pretende: su expansión. Y Europa, bajo el eufemismo que supone el término alianza, en una relación desigual y, por tanto, de dependencia, fue, tras la Segunda Guerra Mundial, presa del Imperio Angloamericano.

El pecado original de los fundadores impregnó a todos los miembros de la Unión Europea. Para “la caída de los seis” no existió bautismo sanador posible, ni tuvieron efecto las súplicas, las preces, ni los actos de contrición…, ni la exhibición de posturas antiamericanas del General De Gaulle. Europa se convirtió en rehén del Impero Angloamericano y, de esto ha dado cumplidas muestras el reelegido presidente de Estados Unidos, Donald Trump, con su comportamiento en sintonía con las nuevas formas diplomáticas de la antipolítica.

Y, por si cupiese alguna duda, para cerrar el círculo de la definitiva escenificación de la dependencia europea, el nuevo vicepresidente estadounidense J.D. Vance, en su reciente gira por Europa, –proclamando la sacralidad de la información de las redes sociales en base a un supuesto derecho natural, y por tanto absoluto, a la libertad de expresión, tanto de la verdad como de la mentira–, no tuvo reparo alguno en abroncar a la Unión Europea afirmando que la “libertad de conciencia” y la “libertad de expresión” están en recesión en Europa. Vance no lo dijo para que se quedase en una simple reprimenda. Él sabe que la “libertad de conciencia” y la “libertad de expresión” son los dos grandes escollos que el adoctrinamiento ideológico al que el Imperio ha sometido a la Unión Europea no ha podido derribar y que es preciso aniquilarlos para conseguir el gran objetivo neoliberal: El pensamiento único o, más bien, la necedad universal para el que las redes sociales son el instrumento ideal si operan sin límite alguno.

Hasta ahora, los europeos habíamos vivido como en una nube. La Unión Europea no pudo dotarse de una Constitución y nada nos importó. Inglaterra salió de UE y pensamos…, ¡peor para ellos! Se aprobaron tratados, directivas… que se fueron aplicando… y nada cuestionamos por el simple hecho de que “lo decía Europa”. Se distribuyeron y, se sigue distribuyendo de forma genérica y generosa fondos para llevar a cabo el cumplimiento de teóricas agendas, planes, políticas de solidaridad, de cohesión, reequilibrios estructurales, rescates, impulsos… cuya eficacia, siguiendo la actitud del avestruz, nada nos importa. Si se trata o no de una práctica, propia de una mala versión del Estado providencia, ¿a quién le preocupa?

Lo verdaderamente dramático, para la generalidad de las gentes europeas, ha llegado en el momento en el que al proyecto europeo de 1957 se le han visto las costuras. De la noche a la mañana, el ciudadano europeo ha despertado abruptamente del apacible sueño que, durante décadas, venía disfrutando en los níveos brazos de Morfeo y se ha dado cuenta de que en el futuro orden mundial, actualmente, en conformación, la Europa de los 27 no ocupa un lugar significante.

Tras la humillante aculturación sufrida a través de la ideología neoliberal vertida en los tratados, en las directivas, en las recomendaciones..., consecuencia del pecado original que selló la dependencia europea, ahora, el Imperio, –creando cortinas de humo materializado en un indecente juego de roles, en medio de una teatral y calculada ceremonia de confusión–, obliga (sí obliga) a la Unión Europea, mediante presiones de todo tipo, a incrementar obscena, irracionalmente y de muy dudosa justificación la partida presupuestaria destinada a lo militar. ¿Para qué? ¡Para asignarle, definitivamente, el rol que le corresponde en el nuevo orden mundial de tres Imperios: ¡El de polvorín del Occidente!

Una Europa construida para la paz

Después de la memoria triste y nada edificante de los campos europeos teñidos de sangre a lo largo de siglos y siglos y de las experiencias inhumanas de las dos Guerras Mundiales de 1914 y 1939, en la creación de la Unión Europea se quiso ver la cristalización de un anhelo: Una Europa construida para la paz. Y lo cierto es que, desde la creación de la Unión Europea, con excepción de la cruenta y (como todas) absurda guerra de los Balcanes entre los años 1991 y 1995 en la antigua Yugoslavia, la amenaza bélica no había sido una preocupación de los europeos. El europeo creyó, con “fe de carbonero”, que lo que habían contado los padres fundadores de la Unión Europea como Monnet, Schuman, Adenauer, De Gasperi, Spaak y otros era tan cierto como el Decálogo de Moisés. El tiempo ha puesto al descubierto la verdadera naturaleza de esta Europa y la consecuencia de su pecado original.

Coincidiendo en el tiempo con la peste de la covid 19 comenzamos a escuchar la palabra “guerra” pronunciada por el presidente francés Emmanuel Macron el 16 de marzo de 2020, ante los medios de comunicación en los términos siguientes: “¡Nous sommes en guerre! (¡Estamos en guerra!)”. En un principio, la expresión sorprendió e impactó. No existían ejércitos por las calles, no existía armamento a punto de ser utilizado, no existía campo de batalla…, solo existía pánico a las consecuencias de una peste de la que nadie sabía algo. ¿Por qué Macron identificó la pandemia con una situación de guerra? ¿Fue un desliz o fue algo intencionado? ¿Quizás quiso poner el término en escena para que, durante la pandemia en un clima de miedo a lo desconocido, fuéramos asimilando lo que vendría después?

Una calculada campaña

Cuando el 18 de julio del pasado año, con ocasión de su reelección como presidenta de la Comisión Europea, Úrsula Von der Leyen, señaló, como tarea principal de su programa, la creación de una verdadera Unión Europea de defensa para garantizar la seguridad del europeo, recordé aquellas palabras de Macron.

¡Existía una conexión! Hemos podido observar que, en los casi cinco años transcurridos entre una declaración y otra, hemos sido testigos y destinatarios de una calculada campaña de mentalización social sobre la necesidad de que la Unión Europea tiene de armarse hasta los dientes para defenderse ante “el riesgo de ser atacada e invadida por posibles fuerzas del mal”. Ha formado parte de esa campaña la información puntual, con imágenes espeluznantes de las masacres ocurridas en Ucrania, en Gaza, en Cisjordania, en el Líbano… Y, por si no fuera suficiente, voces autorizadas de las altas instancias europeas no han dejado de insistir es sus declaraciones en la posibilidad de una guerra en suelo europeo, del riesgo que existe de estallido de una Tercera Guerra Mundial.

¡Todo ello ha creado un clima prebélico en el que todavía faltaba por conocer quién era el verdadero enemigo! Nos preguntábamos ¿será Rusia? ¿será China? En tanto, en una jugada maestra de la diplomacia de la antipolítica, ante la reticencia de los países de la Unión Europea a aumentar el gasto militar, el Imperio Angloamericano, con una escenificación digna de los estudios de Hollywood, dice que ya no es nuestro amigo. Y que, para paliar el riesgo de nuestra seguridad y las cuestiones de guerra, tenemos que crear nuestra propia armada. ¡Es la soga en los cuellos de los países de la Unión Europea formulada, ya no en términos de simple dependencia sino de absoluta sumisión formulada de la manera siguiente: Si queréis que volvamos a ser amigos debéis aumentar el gasto militar al 2% del presupuesto estatal, luego…, al 3%… Y la antipolítica ya inventará otra argucia diplomática para que más tarde, el coste de vuestra seguridad sea el cinco, ¿luego… el diez?

¡Ahora ya sabemos que nuestro enemigo al que debemos odiar, temer y…, aniquilar, es Rusia, el país europeo, y no el asiático China! Macron, perfectamente adaptado al juego de roles de la antipolítica y erigiéndose en auténtico líder de la Unión Europea, nos lo ha dicho, al regresar de su viaje a la Casa Blanca, tras su entrevista con Donald Trump: “La amenaza regresa desde el este. Rusia no parará en Ucrania. Se ha convertido en una amenaza para Francia y Europa”.

A Von der Leyen le ha faltado tiempo para anunciar que la Comisión Europea, “ha acordado un gran plan de rearme para hacer frente a Rusia” por un monto de 800.000 millones de euros que saldrá esencialmente de los presupuestos nacionales o, dicho de forma más clara, de nuestros bolsillos. Ya tenemos el enemigo, ya tenemos el dinero para el armamento. Y…, ahora, ¿qué? Ahora, lo digo con más fuerza si cabe: ¡Yo no quiero esta Europa de los ministri diaboli, es decir, de los mercaderes) ¡Europa, Europa…, qué tristeza me das!

El autor es catedrático emérito de la UPV / EHU