La llamada general al rearme de Europa no puede ser interpretada únicamente como resultado de la inconsciencia de los responsables institucionales de la Unión Europea con el fin de que esta pequeña parte de Eurasia afronte el inconveniente de un futurible enfrentamiento con un enemigo, por el momento, poco definido. Se puede calificar de terrorífica la toma de una decisión que nos llevará ineludiblemente a la destrucción generalizada. Los europeos tenemos la experiencia del alcance de los conflictos bélicos que arrasaron este presunto continente en la centuria pasada. Guerras que fueron el colofón del enfrentamiento entre potencias europeas en una permanente disputa por imponer su hegemonía mundial en los terrenos económico y militar.

Un hecho que debería ser tenido en cuenta de modo permanente es el aspecto de guerra total que tuvieron los dos conflictos que sacudieron la existencia de nuestros padres y abuelos; millones de muertos de la primera guerra europea; en la segunda el arrasamiento de los espacios, casi generalizados, escenario de los combates, implicando a bienes y personas. ¿Es cierto que fue el precio obligado de la libertad recobrada? Abrigo profundas dudas. Si ya ha transcurrido un siglo desde que las inmediatas generaciones que nos precedieron sufrieron el cataclismo al que han dado nombre acontecimientos puntuales, como Verdún y el Somme; Stalingrado y Normandía…, el Holocausto, los inocentes gitanos…, Dresde, Hiroshima… ¡Suficiente! Nuestra cultura y civilización han alcanzado niveles tecnológicos que permiten la destrucción de la Tierra. Es cierto que el mundo ha disfrutado de una larga paz, a partir del final de la Segunda Guerra…, afirmamos quienes vivimos en Europa; progreso y bienestar impensable para las generaciones precedentes. Una vez más los europeos nos atribuimos la representación de la humanidad y reducimos la trascendencia de los conflictos bélicos desde Berlín a Vietnam. Tampoco incluimos en el balance la pobreza de gran parte del mundo que impuso nuestro sistema mediante la colonización y explotación de los territorios extraeuropeos. El riesgo de un proceso que culmine en un nuevo enfrentamiento –la tercera guerra europea– no se limita a una posibilidad y de hecho se puede concluir que la dirigencia europea ha optado con claridad y decisión por esta dirección. Es para echarse a temblar ante un camino que únicamente tiene como salida y final la destrucción de una Europa, ya bastante desquiciada por los conflictos que han desestabilizado esta parte de Eurasia en los últimos decenios; en tanto no aparece ningún planteamiento que lleve definitivamente a la unidad inequívoca de sus gentes y pueblos, que permita de una manera cierta la superación de las contradicciones, obstáculo para la única Unión Europea que merece la pena. Es imperiosa la implantación de un sistema de democracia profunda, que permita remontar los desniveles en que se basa la superioridad de unos europeos sobre otros y las diferencias nacionales, instrumento de las estructuras sociales y económicas existentes y fundamento del poder de los dominadores actuales. El denominado neoliberalismo que convierte en Teología los valores del llamado mercado libre y su presunta libertad individual y colectiva. Aquí radica el fracaso de Europa, supeditada al egoísmo del sistema socioeconómico imperante, un sistema que trae la frustración para tantos europeos y desprecia a millones de extraeuropeos, a los que impone la miseria. Finalmente termina por dejar morir a miles de estos, que buscan la solución para su vida, con el alto riesgo de perderla, cuando reclaman el acogimiento en nuestro mundo de opulencia y despilfarro.

En una actitud de ceguedad voluntaria la dirigencia europea se niega a otra solución que las armas. Un rearme que pretende la responsabilidad de la inestabilidad mundial en la renuencia de los países no europeos a aceptar sus soluciones. Unas imposiciones que se proclaman de obligado cumplimiento por acomodarse a exigencias de justicia y ecuanimidad, pero percibidos por los no europeos como condicionadas por los intereses del mundo occidental. Frente a la exigencia de frenar la carrera armamentística que exige el Pacifismo, se levanta el lugar común del ineludible derecho de defensa con el que replican los partidarios de una actitud agresiva frente a Rusia, China, Irán… ¡Palestina! Se puede reconocer en algún caso –hablando en términos más generales– la agresividad demostrada por muchos líderes, y en alguna medida colectivos, de los no europeos, humana conditio. No obstante, estamos obligados a reconocer que la mayor responsabilidad de la violencia a nivel mundial es resultado de la imposición occidental; cuando menos en los dos largos últimos siglos. En los tiempos actuales este dominio se siente amenazado como resultado de los factores que configuran nuestro mundo. Da la impresión de que Occidente ha alcanzado un punto de declive; el que precede a su superación por el mundo que se abre al Océano Pacífico. La percepción de tal circunstancia es el origen de la reacción virulenta que manifiesta América en donde un supremacista con aspecto de payaso, Trump, ha sido colocado en el centro neurálgico de las decisiones de mayor trascendencia, mientras en Europa se agita el crecimiento del viejo fantasma del fascismo que amenaza con la instauración de modelos políticos autoritarios y represores sustentados por lideres de la intolerancia frente a la problemática de los débiles y marginales y junto al recelo del extraño, primordialmente emigrante.