El 20 de marzo fue aprobada por el Congreso de los Diputados la Ley de Prevención de las Pérdidas y el Desperdicio Alimentario que ha entrado en vigor el pasado 1 de abril. La nueva ley pretende reducir la cifra global del desperdicio en el Estado español, que en 2023 fue de 1.214 millones de toneladas, mientras que la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) estima que cada año se desperdician en el mundo unos 1.300 millones de toneladas, alrededor del 30% de los alimentos que se producen.

Navarra no es ajena a esta problemática, y se desperdician más de 115.000 toneladas de alimentos cada año, y el 42% de este desperdicio ocurre en los hogares. La Agenda Navarra contra el Desperdicio Alimentario tiene como objetivo reducir este problema promoviendo hábitos de compra más responsables y una mejor planificación de los alimentos en los hogares.

Al hablar del desperdicio alimentario nos estamos refiriendo a un problema de dimensión global de enormes proporciones y cuyas repercusiones económicas, ambientales y sociales son de carácter muy profundo, donde millones de personas sufren de hambre y malnutrición. No solo es una tragedia para quienes carecen de acceso a una alimentación adecuada, sino que también supone una enorme pérdida de recursos y un desafío para la sostenibilidad de nuestro planeta.

En el preámbulo de la ley se viene a decir que “reducir drásticamente ese volumen de pérdidas y desperdicio alimentario es un imperativo moral de los poderes públicos y de los operadores de la cadena de suministro. Pero no solo se desperdician esos alimentos tan necesarios en sí, sino también los significativos recursos empleados para producirlos, los ingentes esfuerzos humanos, técnicos y económicos invertidos y el valor agregado logrado con tanto trabajo y dedicación. El desperdicio supone una ruptura de las cadenas de valor del sector primario, un freno para el desarrollo económico de muchas regiones y operadores, en especial de las zonas rurales, y una inversión baldía que no se podrá dedicar a otros fines”.

A todo ello habría que añadir que suponen un lastre muchas veces inadvertido para la política ambiental, ya que los alimentos desperdiciados generan una elevada huella hídrica y carbónica. Los alimentos desperdiciados añaden un inadmisible coste de oportunidad en recursos empleados, ya que absorben una ingente cantidad de insumos que no fructificarán e impiden el uso del suelo para otros fines.

Según el Informe especial del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) sobre Cimate Change and Lund, publicado en agosto de 2019, “la reducción de la pérdida y del desperdicio de alimentos puede disminuir las emisiones de GEIs y contribuir a la adaptación mediante la reducción de la superficie de tierra necesaria para la producción de alimentos”.

Distintos expertos consideran que la Ley de Desperdicio Alimentario avanza por el buen camino, pero es poco concreta en la mayoría de las medidas. El catedrático en Tecnología de Alimentos de la Universidad de Valladolid, Manuel Gómez Pallarés, en un artículo publicado en la revista Residuosprofesional, señala que una de las labores más importantes a realizar es la cuantificación del desperdicio señalado, ya que ello puede medir la efectividad de las medidas propuestas en un futuro. Sin embargo, se lamenta en el citado artículo que “algunos de los datos provienen de encuestas, y las encuestas pueden presentar problemas de fiabilidad, especialmente cuando existen posibles intereses”.

Sí que parece que está bastante claro que en la cadena de transformación, distribución y consumo, el mayor desperdicio se produce en los hogares (40%), y en menor proporción en la restauración (15%) y la distribución (5%), y que las estrategias para reducir este desperdicio deben ser distintas en cada caso.

También en la ley existen algunas definiciones poco concretas. Un ejemplo muy importante a este nivel es que se define “despilfarro alimentario” como la parte del alimento destinada a ser ingerida por el ser humano y que termina desechada como residuo. Pero en este caso, según Manuel Gómez Pallarés, no queda claro si productos como el salvado de los cereales o las pieles de las frutas, que pueden ser consumidas por el ser humano pero muchas veces no se tratan como tales, supondrían un desperdicio.

Una de las principales cuestiones de la nueva ley está en que las empresas de la cadena alimentaria –producción, transformación, distribución de alimentos, así como la hostelería y restauración– deben de elaborar planes de prevención de pérdidas y desperdicios. Y cuando se desechan alimentos, la prioridad será siempre el consumo humano a través de la donación o redistribución de alimentos a entidades sociales, cosa que ya se viene haciendo en Navarra, aunque ahora pasa a ser de obligación legal. Si no se puede donar, la ley plantea destinar los excedentes a alimentación animal, compost o biocombustibles.

En el caso de la restauración, se hace una apuesta firme por facilitar que los consumidores puedan llevarse las sobras a casa, que es una práctica bastante extendida en otros países, y en Navarra cada vez más, aunque habría que analizar su extensión.

En lo referente a los consumidores, hay una labor muy grande en cuanto al desperdicio en los hogares, ya que, entre otras cosas, muchas veces no se diferencia entre fechas de consumo preferente y de caducidad, pero también se trata de actuar de una forma muy elemental y consiste en un adecuado control de compras.

Reducir el desperdicio, maximizar los recursos y promover una sociedad consciente de la importancia que tiene cada bocado, es una necesidad imperiosa y un imperativo ético.

El autor es experto en temas ambientales y Premio Nacional de Medio Ambiente