Cada día, millones de personas interactuamos con sistemas de inteligencia artificial como ChatGPT, Gemini, etcétera, sin ser realmente conscientes de que, a pesar de los indudables beneficios que aporta, tiene un lado oscuro y un precio a pagar: nuestra privacidad.

Durante años, aceptamos que el precio de usar plataformas gratuitas era recibir publicidad dirigida. “¿Qué importa si me muestran anuncios de zapatillas después de buscar calzado deportivo?”, pensábamos. Sin embargo, con el auge de la IA, la situación adquiere una dimensión que requiere de un cierto análisis.

Nuestras interacciones con estos asistentes generan información sobre nuestras inquietudes, opiniones, finanzas o salud. Estos datos, aunque aparentemente anónimos, contribuyen a realizar perfiles detallados de nuestros hábitos y preferencias. Además, las políticas de privacidad rara vez son transparentes y tienden a utilizar un lenguaje técnico que pocos analizan y menos aún entienden.

Sin ir más lejos, ya se han descubierto en Deep Seek conexiones a servidores de Byte Dance (propietaria de TikTok) y OpenAI, creadora de ChatGPT, utiliza las conversaciones de sus planes no empresariales para entrenar sus modelos. Esta realidad tiene implicaciones tanto profesionales como individuales.

En el ámbito profesional, las consecuencias son significativas cuando empleados comparten documentos confidenciales sin considerar los riesgos. Las empresas deberían establecer directrices claras sobre cómo usar estas tecnologías. La IA ofrece ventajas indudables: simplifica procesos, facilita el acceso a información y mejora la atención al cliente. Sin embargo, estas mejoras exigen un marco de uso responsable que muchas compañías aún no han desarrollado.

A nivel individual, las implicaciones van más allá de la publicidad personalizada. Estas empresas no solo utilizan nuestros datos para mejorar servicios, sino que pueden acabar comercializando con ella y vendiéndola a terceros. Las políticas de privacidad suelen mencionar vagamente el “intercambio con socios comerciales”, pero rara vez somos conscientes de su alcance. Nuestras interacciones pueden acabar como productos de datos vendidos sin control real sobre su destino final.

Y aunque a primera vista las posibilidades de manipulación puedan parecer remotas, el escándalo de Cambridge Analytica y Facebook / Meta demostró que nuestros datos pueden utilizarse para influir en decisiones tan fundamentales como el voto. Estos sistemas pueden determinar qué noticias consumimos y qué perspectivas nos resultan más afines para acabar influyendo en nuestra forma de pensar.

Que alguien como Elon Musk controle una IA como Grok debería preocuparnos. Cuando una de las personas más influyentes del mundo, con una ideología tan definida que en ciertos aspectos puede resultar cuestionable en términos de democracia, que tiene unos intereses empresariales evidentes, que posea una herramienta que accede a nuestras inquietudes... ¿podemos estar seguros de que esa información no se usará con fines más allá de mejorar el servicio?

Europa ha adoptado un enfoque que sitúa a las personas y sus derechos fundamentales como prioridad frente al desarrollo tecnológico desenfrenado. El RGPD y el Reglamento de IA representan un modelo que, aunque puede parecer más cauteloso, busca un equilibrio entre innovación y protección. Este enfoque demuestra que es posible avanzar tecnológicamente sin comprometer valores fundamentales, mientras se trabaja por una mayor independencia digital. Lejos de frenar el progreso, estas regulaciones pueden impulsar una innovación más responsable y sostenible a largo plazo.

Debemos reflexionar con atención sobre el equilibrio entre las ventajas prácticas que estos sistemas nos ofrecen y las implicaciones que conllevan. No se trata de rechazar la tecnología, sino de utilizarla con conocimiento y criterio, siendo conscientes de que cada interacción implica un intercambio de información. La clave está en desarrollar una relación informada con estas herramientas, aprovechando sus beneficios mientras mantenemos una postura crítica sobre cómo, cuándo y para qué compartimos nuestros datos.

No se trata de rechazar la tecnología, sino de utilizarla con conocimiento y criterio. Cualquiera puede tomar medidas sencillas para proteger su privacidad: revisar y modificar las opciones de privacidad, desactivar el historial de conversaciones cuando sea posible, evitar compartir información personal o sensible, o simplemente preguntarse antes de cada uso si realmente necesitamos recurrir a la IA para esa tarea específica. Lo importante es usar estas tecnologías sabiendo lo que hacemos, disfrutando de sus ventajas, pero sin perder el control de nuestros datos.

El autor es ingeniero informático