El preocupante asunto del acceso a la vivienda nos enfrenta a nuestras contradicciones como sociedad de formas diversas, reflejando lo complejo y paradójico del problema. La tradición de poseer una vivienda en propiedad, tan arraigada desde el franquismo, se vio abruptamente interrumpida por la reciente crisis inmobiliaria. La posterior pérdida de poder adquisitivo, tras crisis sucesivas e inflaciones asociadas, nos empuja al alquiler como solución habitacional. Pero a diferencia de otros países europeos, aquí no contamos con un parque suficiente de vivienda pública protegida. A pesar de haber construido casi seis millones, permitimos su descalificación temprana, socializando el pelotazo para todos. Sin embargo, escuchamos orgullosos discursos de actuales propietarios que omiten ese dato clave del origen de parte de su patrimonio.
De aquellos lodos, estos barros: ahora encaramos un problema generacional y demográfico de dimensiones bíblicas. La desigualdad ya no se mide solo por renta, sino también por edad. Nuestros mayores, que pudieron pagar su vivienda en una Europa desmantelada productivamente y que sortearon la crisis encontraron en la inversión inmobiliaria un refugio seguro y rentable para sus ahorros, alentado por bancos y portales inmobiliarios, y siempre respaldado por políticas fiscales favorables que se mantenían al margen del signo político del gobierno. Hoy, los propietarios extraen rentas del precariado, a veces de forma consciente y directa, y otras a través de fondos de inversión, mientras se preguntan por qué sus hijos o nietos no se emancipan y los acusan de escaso “espíritu de sacrificio” y de “vivir al día”.
Tampoco los partidos políticos escapan a estas contradicciones. Las medidas que los expertos proponen obligan a cruzar líneas ideológicas, lo que representa un coste electoral difícil de asumir. El panorama es poco alentador, sobre todo sin un Plan de País, con una polarización ideológica profunda y unas competencias de vivienda transferidas a lo local. Cambiar el modelo por completo es aterrador para quienes tienen capacidad de decisión. Medio siglo de políticas previas y servidumbres electorales lo impiden.
La decisión más difícil es la primera: asumir que, en general, un porcentaje significativo del parque residencial deberá estar protegido en alguna medida si ha de resultar asequible a un amplio sector de la población. El mercado inmobiliario no puede considerarse competitivo, al depender de un bien escaso como el suelo urbanizado y bien conectado, y por tanto parece que debe ser regulado, nos guste más o menos. Aunque la construcción sufre también el reciente incremento general de precios por numerosos factores, el control sobre el suelo se trata de una herramienta esencial, aplicada sin rubor en democracias muy liberales y próximas como Austria, Holanda o Alemania. Esto provoca el rechazo directo de los liberales, propensos sólo al incremento de la oferta y que es más que evidente que no modera los precios. Por el lado progresista, se prefiere la intervención directa en el mercado ya tensionado y que, en la práctica, tiene una eficacia escasa y poco contrastada.
Con estos elementos se genera un parque de vivienda social en alquiler, promovido principalmente por la Administración y dirigido al tercio de población con menores ingresos, financiado con impuestos para garantizar un derecho constitucional básico y por qué no decirlo, la “paz social”. No hay alternativa. Las llamadas “viviendas asequibles” deben estar mejor segmentadas para compra y, sobre todo, para alquiler, con algún grado de protección permanente. Esta categoría cubrirá las rentas medias, quedando el mercado libre reservado al tercio de mayores ingresos. Aunque no es perfecto, parece el camino más viable.
La política de estilo austriaco requiere consenso político, financiación pública, constancia, y es lenta, además de estar enfocada principalmente a la obra nueva. También necesitamos un plan para el parque ya edificado, antiguo y técnicamente obsoleto, aunque en general bien ubicado. Con una propiedad muy atomizada, se requiere una política clara de mediación entre inquilino y propietario, incentivos claros, y especialmente medidas fiscales que desincentiven el acaparamiento de inmuebles vacíos y sin mantenimiento durante décadas. La política de rehabilitación también necesita una revisión que incluya financiación pública mediante préstamos sociales y la participación activa del sector privado y bancario (sí, esa banca a la que rescatamos) en programas de regeneración urbana. Deben incluirse medidas como la redensificación mediante remontes de edificios (incremento en altura), la posible división de viviendas antiguas en los Ensanches, y la creación de nuevas tipologías de vivienda adaptadas a colectivos sociales específicos. Todo nos va a hacer falta.
Solo la aplicación bien combinada de estas políticas –y no otras– generará las consecuencias que sólo algunos desean, pero todos necesitamos: ajustar el precio de la vivienda a los salarios, movilizar las viviendas vacías, frenar la especulación y redirigir la inversión hacia sectores productivos en lugar de mantener una economía basada en rentistas mayores y jóvenes precarios. A estas recetas hay que sumar elementos clave como la industrialización de procesos (ante la escasez de mano de obra) y una agilización administrativa a todos los niveles (hoy se tarda menos en fabricar una vivienda que en conseguir la licencia).
En resumen, avanzar hacia la solución requiere determinación y revisar los posicionamientos dogmáticos (cada uno los suyos). Si no lo hacemos, corremos el riesgo de una fractura social y generacional de consecuencias imprevisibles, como un Walking Dead inmobiliario. Ustedes verán.
El autor es arquitecto y miembro de la Junta directiva COAVN Navarra