Durante mis años de docencia universitaria tuve a mi cargo, entre otras, la asignatura de historia moderna de España. Uno de los temas favoritos de impartición, investigación y escrita fue la famosa crisis de finales del siglo XVI y gran parte del siglo XVII. En su debido momento publiqué algún artículo sobre esta cuestión. Entre los analistas contemporáneos de ella, con mejor o peor fortuna, proliferaron los famosos arbistristas, en su tiempo despreciados y revalorizados por los historiografía contemporánea. Entre ellos merecen citarse: Tomás de Mercado, Luis Ortiz, González de Cellorigo, Sancho de Moncada, Pedro Fernández de Navarrete, Luis Valle de la Cerda, Pérez de Herrera, Mateo López Bravo, Pedro de Valencia, Francisco Fernández de Mata. El mismo Cervantes no estaba muy alejado de estas inquietudes, pues nadie como él reflejó a la perfección la sociedad española de la época en el Quijote, como demostró el gran historiador Pierre Vilar.
Los arbitristas eran intelectuales preocupados por la gobernanza pública, que enviaban memoriales o arbitrios dirigidos a las autoridades, especialmente al Rey, donde exponían sus opiniones con el fin de solucionar los problemas que atañían a la res publica, asaeteada por una grave crisis. Sus propuestas basculaban entre la utopía, el irrealismo, el acierto, el pesismismo, un inusitado realismo y algunas incluso incidían en la crítica mordaz, lo cual no deja de sorprender, dada la censura inquisitorial y política de la época, que podía suponer la muerte.
Colaterales a los arbitristas existían tratadistas que se atrevían a donar consejos de buen gobierno a los estadistas de aquellos tiempos. Entre ellos destacó el jesuíta aragonés Baltasar Gracián, quién publicó en 1647 El Arte de la Prudencia, una virtud imprescindible para todo gobernante. Según Gracián integraban esta virtud los siguientes elementos: memoria, entendimiento, docilidad, astucia, razonamiento, circunspección y cautela. Su ejercicio requería un proceso paulatino triple: deliberacion, juicio y ejecución.
Mas en una reciente estancia en Galicia un amigo, juez por más señas, me agasajó con una obra mucho más antigua, una verdadera joya, escrita originariamente en latín. Se trata de Familia vitae honestae, salida de la pluma de San Martiño de Dumio, obispo de Braga, fallecido alrededor del año 579, y dirigida al rey suevo Miro (570-583), monarca reinante en la Gallaecia, primer reino en constituirse en la Península Ibérica a la caída del imperio romano. En ella exponía al rey las cuatro virtudes que debían adornar al princeps para ser una persona honesta y de buenas costumbres: prudencia, magnanimidad, continencia y justicia.
Menciono a continuación algunas exhortaciones del libro referidas a la prudencia. Es propio del prudente someter a examen los consejos y no resbalar rápidamente hacia las falsedades debido a una fácil credulidad, no definirse sobre las cosas dudosas y afirmar nada, pues a veces la verdad mantiene el rostro de la mentira y la mentira se oculta bajo una especie de verdad. La mentira adopta hermosos colores y se acompaña de verosimilitud para engañar y desconcertar. El prudente debe dirigir la vista hacia el futuro, prever todo por anticipado, buscar la causa del cualquier efecto y, cuando encuentre el comienzo, meditar sobre el desenlace. Asimismo es connatural al prudente perseverar en algunos asuntos ya comenzados, pero no comenzar aquellos en los que perseverar es perjudicial. El prudente no quiere engañar y sus palabras no son vacías, sino que sirven para persuadir, aconsejar, consolar o enseñar. Alaba con sobriedad y recrimina con más mesura todavía. Es igualmente digna de reproche la alabanza excesiva que la recriminación desmesurada, pues aquella es sospechosa de adulación, y ésta de malignidad. Promete con consideración y devuelve más de lo que haya prometido. Que no te mueva la autoridad del que habla ni lo atiendas por quién es, sino por lo que dice y hace, ni pienses a cuantos, sino a cuales agradas. Busca lo que puede encontrarse, aprende lo que puede saberse, desea lo que pueda desearse. No te apliques a algo demasiado elevado para ti, de manera que sólo con mantenerte en pie tiembles de miedo y, si desciendes, te precipites en el vacío. Busca consejos que sean saludables, cuando la prosperidad de esta vida muestre su sonrisa. Entonces mantente quieto y resiste, como si estuvieses en un lugar en el que puedes resbalar, y no te entregues a libres impulsos; por el contrario, debes mirar a tu alrededor y fijarte por dónde hay que ir y hasta dónde. Si eres prudente, tu espíritu ha de disponer en función de tres tiempos: ordenar el presente, prever el futuro y recordar el pasado.
Dejo para otra ocasión el desarrollo de las otras tres virtudes, magnanimidad, continencia y justicia, que, junto a la prudencia, deberían adornar a los buenos gobernantes. Recomendaría a todos los que se dedican a la res publica, particularmente a Donald Trump la lectura de esta obra, si es que se digna leerla y sabe leer. Sé que pasó por la Universidad de Pensilvania, pero en mi etapa universitaria y docente circulaban dos refranes: “Quod natura non dat, Salmantica non praestat”, que en traducción vulgar sería, “si eres tonto por naturaleza, aunque vayas a la Universidad de Salamanca no lo solucionas”. El otro era más pedestre: “hay personas que pasan por la universidad, pero la universidad no pasa por ellas”.
Desgraciadamente nos ha tocado vivir una era inaugurada por el finado Berlusconi y el anglosajón Boris Johnson, a la que ha seguido una saga de personajes incalificables: botatarates, faltones, matones y prepotentes; histriónicos de tragicomedia rayanos en la vesania, sibilinos vulpíneos de dagas aceradas, de miradas plácidas rasgadas y rostro inpenetrable, magiar pagado de si mismo y arrogante, sainitesco bananero de verbo grácil e incisivo, reprobable enajenado de pelo erizado, autócrata peligroso de bigote incumplido, sátrapa reconvertido del izquierdismo, vagos cretinos y hepatobiliosos émulos del guerrero del antifaz, alfileres mediterráneos adheridos a la poltrona, bípedas madroñeras fingidoras de saber pensar etc. A todos ellos prudencia, magnanimidad, continencia y justicia. Parece mentira que todavía nos siga interpelando un humilde obispo del siglo VI desde un recóndito finis terrae, lo que nos invita a pensar que hemos retrocedido en valores éticos.
El autor es historiador