Pedagogía de la memoria
La memoria es algo que interesa a pocos, pero que afecta a muchos durante mucho tiempo. Después de la desaparición de ETA, el abismo del olvido, en nuestro caso, se basa en contar las cosas como no sucedieron, en no reparar el daño moral que nos dejó la violencia y en no revisar las ideas y los valores que hicieron posible la muerte y sus justificaciones.
La memoria es recuerdo, pero sobre todo es enseñanza. Frente a la sensación ficticia de superación de un trauma colectivo como el del terrorismo, la memoria aporta una reflexión universalizante y contribuye a una ética del recuerdo. Frente a ETA, nuestro imperativo memorial debe servir para que nadie vuelva a justificar ese cuerpo de ideas que provocaron por igual el daño y el silencio. Por eso nos impactan tanto los mensajes en favor de los presos de ETA, porque nos recuerdan que si hay víctimas también hubo quien las asesinó.
Hoy es imposible la ocultación de unos hechos, por eso en nuestro tiempo el riesgo de la desmemoria es tergiversar lo que vivimos, que es una estrategia más sofisticada que la mentira.
La idea de que en nuestro caso existieron dos bandos igualmente responsables e igualmente mortíferos suele ser un argumento consolador que se apresuran a utilizar precisamente quienes más daño han hecho, como una forma de ocultar sus responsabilidades. Supone poner en marcha un mecanismo de inmunización ética. Porque si todos somos responsables del terrorismo, ya se sabe, al final nadie lo es.
Pasa muchas veces que a una víctima del terrorismo de ETA se le hace familiar el sufrimiento y la soledad de una víctima del terrorismo de Estado. La solución por ello no es debatir sobre quién está peor. El reto de la memoria es si podemos partir de espacios sentimentales e ideológicos diferentes, pero llegar a las mismas conclusiones. Escuchar todas las voces no implica necesariamente ser neutral.
En ese sentido, la memoria sirve para evitar las cegueras cruzadas y para romper determinados prejuicios que provocan lo que podríamos llamar apagones morales. Por ejemplo, se sigue entendiendo que recordar a las víctimas de ETA es de derechas y hacerlo con las víctimas republicanas es de izquierdas. Pero atender a todas las víctimas en realidad ayuda a construir un edificio moral que nos hace mejores como sociedad.
Para todo asesinato, si queremos buscarla, siempre hay una ofensa previa que lo justifica. Como observó el filósofo René Girard, nadie considera que la violencia propia es originaria, por eso existe una especie de memorial de agravios. De ahí que la actitud contra la violencia sea prepolítica, se ubica en el terreno de la ética.
Si la reflexión sobre la memoria es honesta, no se pueden aplicar sus enseñanzas de forma intermitente. Cuando Reyes Mate nos habla del deber de memoria, sugiere la obligación de repensar la historia teniendo en cuenta no solo de dónde viene sino, sobre todo, a dónde puede llegar. Tener presente el futuro a partir de lo que realmente ha sucedido, a partir del riesgo de llegar a Auschwitz otra vez, es decir de que la barbarie o los mecanismos que la hicieron posible se repitan. Como decía Federico García Lorca en la obra Así pasen cinco años, “recordar hacia mañana”.
El terrorismo de ETA no fue algo que afectó a pocos, ni algo leve que podamos superar de un día para otro. José Saramago describió como “una vieja costumbre de la humanidad esa de pasar al lado de los muertos y no verlos”. Los nazis tatuaron un número a sus prisioneros en un gesto de deshumanización de sus víctimas. Pero aquellos tatuajes también se convirtieron en un recuerdo evidente y visible de que las víctimas seguían entre nosotros. Hay muchas marcas que, sin ser tatuajes, permanecen de por vida en las biografías de las víctimas. Y nosotros tenemos la obligación de identificarlas y sanarlas, aunque a veces no sean tan evidentes como un número en el brazo. Porque hay cargas que se cobran, pero también hay cargas que se arrastran durante generaciones.
Precisamente las marcas simbólicas de la memoria cultural de nuestro tiempo han estado demasiado influidas por el silencio doloroso de las víctimas. Por ello debemos quebrar esa idea tan extendida de que no hablar de las cosas del pasado es un costo asumible si a cambio avanzamos.
La magnitud de las noticias de esta era tiene el riesgo de que tratemos el terrorismo de ETA como una fatalidad más entre otras muchas. Pero este trauma seguirá ahí, a la vuelta de la esquina, durante muchos años más.
La gente joven que conoce lo que el terrorismo le hizo a nuestra sociedad será la que pueda mantener viva la memoria cuando ya no haya nadie aquí que pueda decir “yo lo viví”. Son los herederos de la comunidad de afectos que merecen las víctimas. Por eso las iniciativas que llevan el terrorismo a las aulas, impulsadas por el Gobierno de Navarra o directamente por algunos centros escolares, son tan importantes para quebrar de alguna manera la posible fascinación ante la violencia de amplias capas de jóvenes.
El autor es escritor