Hace cinco años, en pleno confinamiento por la pandemia del covid-19, vivimos una situación nueva, un fenómeno sanitario y social que no habíamos experimentado antes. De pronto, debido a la propagación mundial del virus, para evitar contagiarnos y contagiar a otros más vulnerables que nosotros, nos vimos obligados a permanecer en casa, a aislarnos de familiares, amigos y compañeros de trabajo, a esperar en nuestra pequeña burbuja o en total soledad a que pasara lo peor.
En esos días de la primavera de 2020, el encierro nos llevó a renovar la relación con la persona o personas con las que vivíamos, a verla o verlas con ojos diferentes. Todas aquellas horas tan intensas en la misma compañía reforzaron los vínculos que eran fuertes y acabaron disolviendo los que eran débiles, pasaron factura a mucha gente, aunque entonces se mantenía por lo menos el recurso a lo digital, el consuelo de lo virtual, una huida posible a todo ese universo de las redes sociales que estaba a nuestra disposición desde hacía una década.
El pasado 28 de abril, el lunes del gran apagón, ocurrieron cosas que nos recordaron al tiempo de la pandemia. También ahora se paralizó de golpe la actividad laboral, industrial y comercial. También ahora, si bien por razones distintas, dejaron de funcionar el metro, el tranvía y el autobús, y los trenes de cercanías y de larga distancia se quedaron parados en las estaciones de salida o en algún punto del recorrido, a mitad de camino. También ahora se suspendieron vuelos en los aeropuertos, citas profesionales en las empresas, consultas médicas rutinarias y operaciones no esenciales en los hospitales. También ahora hubo quien corrió a los supermercados a proveerse de lo imprescindible, a comprar productos de primera necesidad para un periodo indeterminado, un kit de supervivencia que, a ser posible, se pareciera un poco al recomendado por la Unión Europea.
Sí, ese día tan soleado de abril hubo una evocación involuntaria y colectiva de lo que habíamos vivido cinco años antes. Algunos tuvieron incluso sentimientos similares, un carrusel vertiginoso, una secuencia emocional desordenada que iba de la inquietud a la ansiedad pasando por el desánimo, la incertidumbre, la angustia, la impotencia o el vago temor a que el asunto se complicase.
Pero también es verdad que hubo muchas diferencias, situaciones que eran, incluso, lo contrario de las que conocimos en 2020. Así, sucedió que, inutilizados todos los dispositivos eléctricos y electrónicos, hubo que recurrir a lo analógico, a aparatos que llevábamos mucho tiempo sin usar, cuya pista habíamos perdido en las profundidades de nuestra casa, o que ya no teníamos y hubo que volver a adquirir en los comercios que todavía seguían operativos esa tarde, que aún no habían cerrado.
No sólo regresamos a lo analógico, sino también a lo presencial en muchos casos. Y es que tuvimos que acudir personalmente a algunos sitios, desplazarnos a ellos para recoger a los niños o para poder comunicar algo a alguien a quien ya no podíamos llamar por el móvil ni enviar ningún mensaje escrito. Y, claro, como en muchas ciudades no funcionaba la red de transporte público, hubo que ir andando hasta allí, hasta esos lugares donde debíamos hablar con las personas. Y en ese trayecto nos encontramos con otras, con vecinos, amigos o allegados a quienes no veíamos desde hacía semanas o meses, o entablamos conversación con gente a la que conocimos entonces, en esa calle, en ese momento, en esas circunstancias. Y como nadie tenía prisa, algunos de esos diálogos se alargaron, así que nos sentamos allí mismo, en la acera, o en una terraza, o en un portal, o en el banco de un parque, o en el interior de un bar donde el único sonido que quedaba, una vez desactivadas todas las máquinas, era el de las voces humanas. Y comimos y bebimos lo que cada uno aportaba, y brindamos por la suerte que suponía el hecho de que ese contratiempo hubiese ocurrido con la hora de verano y un cielo tan azul.
Ah, y también nos reencontramos con lo reflexivo-contemplativo. Sí, porque, ya en el crepúsculo del día, al final de esa jornada tan extraña, mientras regresábamos a casa despacio ese lunes tan diferente, miramos hacia las cosas que nos rodeaban en la penumbra, o hacia algunas caras iluminadas por las velas, admiramos sus formas y sus perfiles, la armonía de tantas siluetas recortadas en el principio de la noche, y fuimos conscientes, con alegría, de todo lo que aún es capaz de sobrevivir sin electricidad, de conservar su esplendor sin necesidad de ser enchufado, de todo eso que todavía tenemos todos nosotros, que compartimos entre nosotros, y que, aun sin corriente, continúa echando chispas, está lleno de luz.
El autor es escritor