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Tribunas

Miguel Izu

El gran reemplazo

El gran reemplazoJavier Bergasa

Seguro que conocen la teoría del gran reemplazo, según la cual hay una conspiración para sustituir a la población autóctona europea por otra gente de extrañas culturas y destruir nuestra civilización cristiana y occidental. Puedo asegurar que el fenómeno es real, resulta evidente, no hay más que mirar alrededor y fijarse un poco.

Con un matiz; muchos de quienes afirman que se está produciendo el gran reemplazo creen que los europeos auténticos estamos siendo sustituidos por gente llegada de otros lugares, por inmigrantes venidos de otros continentes, por musulmanes africanos principalmente. Se equivocan. Sí, hay ahora muchos más inmigrantes que antes, pero la realidad resulta todavía más espeluznante de lo que se piensa. El reemplazo se produce por gente nacida en la propia Europa pero que trae una cultura completamente ajena a la nuestra. Me refiero a quienes forman las nuevas generaciones. Son nuestros propios hijos y nietos, los hemos traído nosotros: ustedes, yo, ante la pasividad de la infame clase política y de todos los que durante décadas, pese a las señales, los ejemplos y las advertencias, han preferido encogerse de hombros y mirar hacia otro lado. Y ya no hay quien lo remedie, el problema ha llegado para quedarse. El único y triste consuelo será ese: que pagamos y vamos a pagar las propias facturas. Las de nuestra estupidez, nuestra imprevisión y nuestro egoísmo.

Como necesitamos urgentemente que nazca gente, porque la natalidad está en mínimos y hay muchos puestos de trabajo para los que no se encuentran trabajadores, permitimos que cualquiera pueda tener hijos, incluso les animamos a ello. Sin control, sin previsión. Que venga cualquiera a este mundo, que es bienvenido. Como si hubiera sitio para todos. Nada más nacer, le aseguramos cuidados, alimentación, asistencia sanitaria, educación, una familia o una institución que le proteja, le hacemos creer que tendrá un trabajo, una vivienda. Que tendrá todo tipo de derechos humanos por el simple hecho de haber nacido, sin ninguna otra exigencia previa.

A ver, a mí me parece bien que la gente tenga hijos. Pero siempre que vengan al mundo con intención de respetar nuestras leyes, nuestra cultura, que lleguen a trabajar y no a delinquir. Y hay datos realmente preocupantes. Según las estadísticas oficiales (tomo las de España en 2023), los grupos de edad más frecuentes entre los delincuentes son justamente los más jóvenes. Casi un 40 % de los condenados es menor de 30 años. Y, claro, habría que sumar los de menos de 14 años, sin responsabilidad penal pero que también cometen delitos, cuyo número es creciente, un incremento del 45,47 % de 2022 a 2023. Y qué decir de sus pocas ganas de trabajar. Los jóvenes de entre 16 y 24 años históricamente experimentan las tasas de desempleo más altas, actualmente en torno al 26 %. Además, los ninis, los que ni estudian ni trabajan ni tampoco figuran como desempleados, son un 8 % de los jóvenes de entre 18 y 24 años.

Estas nuevas generaciones se niegan a integrarse en la cultura de sus mayores. Vale, históricamente cada generación se mostró algo contestataria frente a la anterior, quiso tener sus propias ideas, pero pasados los trastornos de la adolescencia y la juventud acababa por acatar las normas, tradiciones y costumbres imperantes en la sociedad a la que había llegado y por parecerse a sus progenitores. Lo que pasa es que las nuevas generaciones actuales, fruto de una decisión deliberada de fuerzas que se mantienen en la sombra, no se integran, ni se intenta. Llegan con otra forma de ser, otros objetivos existenciales. Les enseñamos a hablar varios idiomas y acaban mezclándolos en una jerga hipervitaminada de anglicismos ininteligible para los adultos; se llaman bro entre sí, incluso las féminas; escriben con emojis o abreviaturas; no escuchan música sino rap o reguetón; no bailan en discotecas, verbenas o bodas sino en TikTok; están abandonando el tabaco y el alcohol; se alimentan de comida basura; se desplazan en patinete; se llenan de tatuajes y aros, como antes solo hacían los presidiarios y los piratas; ya no son hombres y mujeres, ni siquiera heterosexuales u homosexuales, ahora son bisexuales, trans, no binarios, demisexuales, o todo tipo de géneros fluidos. Se quedan en casa de sus padres indefinidamente, se casan consigo mismos y no quieren tener hijos. Se visten de cualquier modo, van con chanclas a la ópera, a trabajar enseñando la ropa interior, con prendas deportivas al supermercado; se hacen un selfie cada diez minutos. Pasan la mayor parte de su tiempo de ocio metidos en una pantalla. No ligan en un bar sino en una app. No les interesa la política, no votan y, si lo hacen, es cada vez más a populismos varios. Abjuran del feminismo, aunque las chicas jueguen al fútbol; abrazan el negacionismo climático o el terraplanismo. No creen en la religión de sus mayores, pero sí en el horóscopo o en los mundos de El Señor de los Anillos o Harry Potter. No leen la prensa pero siguen a influencers y youtubers. No quiero generalizar; no son todos los jóvenes, pero son demasiados y ante la complacencia de la inmensa mayoría.

Y así nos encontramos ahora, que las generaciones educadas en la antigua civilización europea, ilustrada, preocupada por el progreso, el saber, el esfuerzo, el sacar adelante a su familia, la convivencia en orden, nos vemos rodeadas por un entorno cada vez más extraño y hostil, por una cultura que no entendemos, arrinconadas en nuestros guetos, amenazadas por ir siendo despojadas de nuestro papel en la sociedad, ignoradas nuestras opiniones, sometidas a la dictadura edadista de esta nueva gente que se va apropiando de nuestro mundo. La ciega política de las autoridades educativas españolas es incapaz de integrar a esos jóvenes en el mundo de los antiguos valores europeos, mientras que los padres abdican por completo de sus deberes. Medios informativos de variado signo, a tono con el ambiente, han pasado mucho tiempo edulcorando problemas, escamoteando detalles, filtrando cualquier signo de futuro inquietante por el tamiz de lo políticamente correcto. Solo son jóvenes, dicen, tienen derecho a ser diferentes. Todo, naturalmente, con el respaldo público de determinados movimientos sociales autodenominados progresistas.

Firmeza, tolerancia mutua y respeto por el espacio común aún eran posibles hace unos años, pero ahora es demasiado tarde. Solo queda lugar para la mano dura. Todo joven que no se integre, que no sepa aceptar a qué mundo ha llegado, que no respete la ley y la cultura de su país, debe de ser expulsado. Sí, resulta drástico, pero si hay que echar a los ocho millones de españoles menores de 20 años, se les echa. Yo no soy efebifóbico, pero alguien tiene que decirlo, aun a riesgo de que lo tomen por un viejo amargado y cascarrabias….