Casi todos los hombres pueden soportar la adversidad, pero si quieres probar su carácter, dales poder. (Abraham Lincoln)
Mientras el ciudadano vive su hermosa vida de náufrago, la corrupción sigue, calenturientamente, creando seres sanchopancescos que cambian la ética por una ínsula, en la que sueñan con levantar su cartuja de oro para poder entregarse al existencialismo, atroz y sin musa, del dinero y de sus embriagadores espejismos. Más les valiera a algunos de nuestros políticos no haber tenido nunca poder en sus manos, porque no hay sujeto más perdido y desorientado que el que empuña el poder sin saberlo manejar dentro de un contexto de principios morales inherentes a la naturaleza humana. Para estos seres, el deber es aquello que exigen al pueblo. Las mordeduras, abusos y traiciones, en política, son un veneno de liberación lenta que se expande en forma de rabia e impotencia, como una inmensa sombra que quita la luz a un país. El dinero agudiza la avaricia y exige más dinero. La prepotencia debilita la cautela hasta licuarla en el explosivo cóctel de la estupidez humana. Ya no estamos protegidos por valores que traían de la mano el respeto al hombre, y esto crea sociedades de víctimas y verdugos. Vivimos tiempos en los que lloran los niños y los viejos; los demás, en su vida diaria de apremios y desganas, no tienen tiempo. Cuando se pierde la fe en el gobierno solo queda el temor a la ley, que suplanta a la ética natural y narcotiza los ideales comunitarios. Se ha generado, como sensación popular, el desamparo de la sociedad y el descontento hacia el gobierno del presente y del futuro. Se sigue cumpliendo el dicho de que el zorro cambia de piel pero no de hábitos. En estos miserables juegos, el remordimiento, cuando este existe, es tan solo el eco de las virtudes perdidas. En política son muchos los que se lavan cuando ven a los otros sucios. El mundo suele recompensar más las apariencias de mérito que el mérito mismo. Gobierno y oposición han puesto en escena un gran esperpento, con incendiarios discursos críticos que no impiden ver, diáfanamente, la realidad de la mediocridad política de nuestro país. La intelectualidad se alimenta hoy con un pensamiento débil de inhibiciones y minimalismos que le vienen bien a esta opereta y a sus personajes, todos pidiendo privilegios a un tenor que teme perder su voz cantante. En esta nación es ejemplar el dimisionario cabal y honesto; aquí nadie se va si no tiene algo que ocultar en el negro escotillón de las dimisiones. Nuestro socialismo es ya un cadáver político, ungido ayer de luz y de verdad, y hoy de elocuente decepción y de prosaica prosa, en esta causa de todos que está sajando por la herida la paciencia de un pueblo. Este lamentable socialismo, de turbios y ambiguos movimientos, está abriendo las puertas a la ultraderecha. Triste tiempo de paz armada y humillante, en el que se mantiene la esperanza gracias a la eficaz justicia de seres avizores.
Vemos de cerca, en nuestra democracia, actuaciones absolutistas que postulan láminas sepias de un triste pasado. Sánchez se aleja de hacer socialismo y parlamentarismo para entregarse a la caza mayor. La Moncloa amordaza el diálogo, y siempre tiene una picota disponible para la oposición. Tenemos un presidente que no ha elegido equipo con paciencia cinceladora y una derecha que sigue emanando el tufo anacrónico del yugo y las flechas. Nuestra época está propulsando, de modo encubierto, un aumento de diversos modos de dominación sobre los seres humanos. Las altas tasas de pobreza e inequidad que hay en el planeta hacen que los seres humanos se adentren, buscando su sustento, en un oscuro bosque de Macbeth en el que la ultraderecha tiene levantada la veda. El hombre sigue creando yugos de egoísmo, de ceguera moral, de impotencia y de sumisión. Todo ello desemboca en la indignación y la desesperación de miríadas de seres, atrapados en un mundo en el que se sienten perdidos. Cuando un partido político no muestra el suficiente respeto al pueblo se encuentra con la inevitable pérdida de votos. Ni gobierno ni oposición han sabido coger la postura a la democracia, mostrando su incapacidad para lograr la gobernanza en noble lid. Ejercer la corrupción le sale muy caro al alma. Se lucha por el poder, se conquista, se gana y, finalmente, siempre se pierde; el botín del deshonor y la insatisfacción está asegurado en esta ceguera ante la vida, ante el tiempo y ante la actividad entrañable de existir. No sabemos en qué extraña forja se enamoraron estos personajes de las formas del oro, sin saber valorar su propia vida en su dulce y civilizada sencillez. Al final de la existencia les definirá un triste legado nada inspirador; como dejó escrito Guy de Maupassant: “lo he codiciado todo y no he hallado placer en nada”.
El PSOE ha perdido a sus pensadores y humanistas; vive de improvisaciones y ha devenido en un partido liberal monetarista, muy alejado de las ideologías del socialismo. Una nación cuyos sucesivos gobiernos se muestran sistemáticamente atraídos por la corrupción habla mal de su solidez democrática y muestra la debilidad de principios superiores, fecundando la incapacidad de pedir a la sociedad un código moral. El incontrolable sentimiento de la ira se expande cuando los ciudadanos son víctimas de la injusticia y el ninguneo. Se altera el orden moral, cuestionando si nuestros gobernantes viven en la cultura del honor o en la cultura del desapego, conformada por intereses particulares que se alimentan del oportunismo de la jerarquía. La cólera de la sociedad no es el síntoma de una psique deficiente; es más bien una fuerza psíquica ante el abuso del poder, ante la violación que supone la falta de respeto a la sociedad herida y defraudada por aquellos en los que se había depositado la confianza en el buen hacer. El declive ético que trae la corrupción no se ciñe solo a los implicados en ella, sino que extiende una mancha de vergüenza sobre toda la comunidad, mostrando un decadente carnaval que canaliza la indignación popular.
Estamos atravesando el verano y, junto al sosiego del mar, nuestro pensamiento ecléctico nos dice que sigue quedando la esperanza de que no nos abandonen la dignidad y la resistencia, ni a nivel colectivo ni entre las cuatro paredes de nuestras casas.