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La carta del día

Vacaciones para el descanso

Vacaciones para el descansoRuben Plaza

Hasta Dios descansó al séptimo día. En el relato bíblico de la creación, tras seis jornadas de intensa labor dando forma al mundo, Dios detiene su obra y contempla lo creado. Ese descanso no es un mero paréntesis, sino un acto sagrado, profundamente humano, que da sentido al trabajo. Hoy más que nunca necesitamos recuperar esa comprensión esencial del descanso. Y las vacaciones, que en teoría deberían ser ese espacio para renovar cuerpo, mente y espíritu, se han ido alejando de su propósito original.

Durante décadas, las vacaciones eran sinónimo de desconexión en el pueblo, en la montaña o junto al mar. Eran tiempos de ritmo lento, de visitas a los abuelos, de siestas sin prisa y baños al atardecer. Pero esa imagen ha ido cediendo terreno ante un nuevo modelo: el del turismo fragmentado, masificado y acelerado. Hoy las vacaciones se planifican en tramos, se llenan de desplazamientos, reservas, actividades y expectativas. Bajo el lema “no te lo cuenten, vívelo”, se ha impuesto una cultura del “ver y hacer”, más que del “ser y descansar”.

Los jóvenes, en particular, han crecido bombardeados con mensajes que les animan a consumir experiencias, como si el descanso fuera una pérdida de tiempo. Se viaja más que nunca, pero también se vuelve más cansado, más endeudado, y muchas veces, más frustrado. Porque lo que se promete en los catálogos y redes sociales raramente coincide con la realidad de las colas, los retrasos, los precios abusivos o los destinos saturados.

España es un ejemplo paradigmático. Con un 12,3 % del PIB procedente del turismo unos 184.000 millones de euros y más del 11 % del empleo vinculado directamente al sector, es evidente que se trata de una actividad económica vital. Pero esta dependencia tiene un precio. El turismo masivo genera una presión insostenible sobre los recursos naturales, incrementa la huella de carbono, afecta a la biodiversidad y perturba la vida cotidiana de millones de residentes.

Ciudades como Barcelona, Venecia o San Sebastián conocen bien este fenómeno. Los vecinos, cansados de la masificación, de los alquileres disparados y del ruido constante, reclaman su derecho al descanso y a la vida tranquila. Y es que las vacaciones de unos no pueden significar el estrés o la expulsión de otros.

La cuestión de fondo es más profunda. En medio de un mundo hiperconectado, productivista y acelerado, necesitamos defender el descanso como un derecho humano, una necesidad física y una práctica espiritual. Las vacaciones deberían ayudarnos a reconectar con nosotros mismos, con nuestros seres queridos, con la naturaleza y con lo sagrado de la vida cotidiana.

Por eso urge repensar el modo en que descansamos. Apostar por unas vacaciones basadas en la sostenibilidad, el respeto a los residentes, la proximidad, la simplicidad y la contemplación. No se trata de renunciar al viaje o al descubrimiento, sino de transformar su lógica. Viajar menos, pero mejor. Valorar el silencio, la lectura, la conversación lenta, el paseo sin meta. Redescubrir los entornos rurales, apoyar economías locales, practicar un turismo regenerativo.

No podemos seguir sometidos a unas vacaciones que nos agotan, que contaminan y que rompen el equilibrio de las comunidades locales. Necesitamos unas vacaciones que nos devuelvan el alma, que nos curen del cansancio profundo y que nos reconecten con lo verdaderamente importante. En definitiva, necesitamos volver a descansar, como en el séptimo día.