El pasado 8 de agosto se cumplieron 25 años del asesinato de José María Korta Uranga, presidente de la Confederación de Empresarios de Guipúzcoa a manos de la banda terrorista ETA. Empresario hecho a sí mismo, trabajador incansable y de firmes convicciones, Korta se negó siempre a pagar el llamado impuesto revolucionario. Rechazó escoltas, no quiso vivir con miedo y pagó con su vida: un coche bomba acabó con la existencia de quien había defendido la libertad con una dignidad que todavía estremece.
No fue un caso aislado. Durante décadas, cientos de empresarios en el País Vasco y Navarra vivieron bajo la amenaza constante de ETA. Cartas de extorsión, llamadas intimidatorias, amenazas veladas y, en muchos casos, atentados mortales marcaron una época oscura. Muchos optaron por pagar para proteger a sus familias; otros tantos, se calcula que más de 200.000 personas, abandonaron Euskadi; y otros, como Korta, se negaron a ceder. Todos sufrieron la presión asfixiante de un terrorismo que no solo segó vidas, sino que también trató de doblegar voluntades y condicionó la actividad económica de una región entera. ¿Qué hubiera sido del País vasco con todos esos empresarios apostando por y para la economía?
Su muerte, como la de tantas otras víctimas, fue un golpe para la sociedad vasca y para todo el país. Sin embargo, este 25 aniversario ha pasado prácticamente inadvertido. Ni grandes homenajes, ni manifestaciones multitudinarias. Apenas un puñado de recuerdos en medios y redes sociales. Un silencio que, a fuerza de repetirse, amenaza con convertirse en olvido.
Ese olvido es doblemente grave porque coincide con otro fenómeno inquietante: buena parte de los jóvenes de hoy apenas saben qué fue ETA. Algunos solo asocian sus siglas a una referencia difusa de “algo que existió aquí hace mucho”, sin comprender que se trató de una organización terrorista que asesinó a más de 850 personas, que extorsionó, secuestró y sembró el dolor durante décadas. No es culpa de ellos, sino de una sociedad que no ha sabido –o querido– contar esta parte de su historia reciente con claridad y sin eufemismos.
Recordar a José María Korta no es solo rendir homenaje a un hombre valiente. Es también una oportunidad para explicar a las nuevas generaciones qué significó vivir bajo la amenaza del terror permanente y por qué la libertad y la dignidad no son derechos que podamos dar por sentados. El silencio, cuando se acumula, se convierte en cómplice del olvido. Y el olvido, en la antesala de la indiferencia.
La memoria no es venganza; es justicia. Y en el caso de Korta, como en el de tantas otras víctimas, la justicia empieza por no dejar que su historia –y la de la banda terrorista ETA– se pierda en la niebla de la desmemoria.
Hoy, más que nunca, necesitamos hablar, recordar y enseñar. Porque si dejamos que los nombres como el de José María Korta se difuminen, habremos permitido que los verdugos ganen la última batalla: la del relato. Y esa, en democracia, no podemos perderla.