Nos vamos haciendo mayores. Es inexorable. Se llama vida y va transcurriendo, y la vamos viviendo con mayor o menor protagonismo, con mayor o menor conformismo, pensando o sin pensar en ello. A veces nos paramos a mirar hacia atrás y hacia delante, tratando de entender qué hacemos aquí y qué vamos a hacer. Y luego están las circunstancias, los imprevistos, los acontecimientos que no habíamos calculado que podrían llegar, y nos conformamos con sacar el día a día adelante.

Hoy toca pensar en la generación que viene, en cómo se va a encontrar las cosas, cómo se las vamos a dejar y en qué va a hacer con todo ello. Las hijas y los hijos del bienestar, del sobreproteccionismo, del mundo virtual, de la autocomplacencia y de la insolidaridad. A esos niños y niñas mimadas, educadas desde el miedo y la superseguridad, que piensan que algo es real sólo cuando lo pueden ver en su móvil, les vamos a dejar unas ciudades complicadas de vivir.

Unas ciudades donde la calle no es un lugar de encuentro, sino de consumo, donde han ido desapareciendo los comercios que habitaban los bajos de las casas y se han ido quedando los barrios convertidos en meras colecciones de edificios, exceptuando alguna calle aislada en cada barrio, en el mejor de los casos. Unas ciudades que compran en internet hasta las naranjas, la leche y las pizzas, porque la ropa y el calzado hace tiempo que se compraban, como la pequeña tecnología y toda esa colección de accesorios que ha llenado de aparatitos nuestras casas. En internet o en franquicias que replican ofertas en todo el mundo. Unas ciudades en las que la gente ya no camina más que de día, porque no es seguro, y en las que el coche particular sigue siendo el mejor medio de transporte y el más incuestionable de todos, a pesar de que su uso excesivo haya sido uno de los motores para la desarticulación de las mismas.

Para esa generación que viene hemos pensado pocas cosas buenas, más allá de que cumplan con nuestras expectativas. Debe ser ley de vida, o eso queremos creer desde nuestras posiciones acomodadas y poco transigentes. Y es que a esta generación que viene, les hemos pedido sólo que pasen las pruebas de aptitud para adquirir una capacitación que sólo vale para trabajar, ser obedientes y comulgar con todo, por no decir tragar que suena peor. A una generación que no cree en nada, que busca la bendición de líderes mediáticos, que adquiere los conocimientos a través de una pantalla, que no votan porque la política no les representa ni les aporta nada, la generación que ahora toma las decisiones quiere dejarles la mesa puesta, la ropa lavada y la bicicleta pública disponible para facilitarles la vuelta a casa el día que se van de pedo.

A esta generación que viene les haremos carriles bici en vez de enseñarles a mantener y manejar sus bicicletas, les orientaremos hacia trabajos reconocidos en vez de formarles para que emprendan sus propios negocios, les propondremos superar nuestras frustraciones y nuestros miedos en vez de afrontar los suyos, porque seguiremos queriéndoles más cuando sean dóciles y cumplan nuestras expectativas que cuando sean independientes y persigan sus sueños.

La generación del covid no necesita fondos Next Generation para construir infraestructuras y ciudades inteligentes financiadas por la Unión Europea, sino una sociedad que crea y apueste por ellas y por ellos, aunque escuchen a Bad Bunny o se vistan como la influencer de turno.

¡Feliz y próspero año nuevo… y los que vengan!