A partir de este jueves, las niñas y los niños de nuestra comunidad iniciarán un nuevo curso escolar. La mayoría ya conoce bien esta etapa: reencuentros, ilusión, nervios…
Sin embargo, un año más, determinados centros escolares impondrán a su alumnado la obligación de vestir una indumentaria específica: el uniforme escolar.
En muchos de estos casos, las alumnas se verán forzadas a llevar falda –en ocasiones, de un largo reducido–, una prenda que, aunque pueda resultar perfectamente válida si es una elección personal o familiar, se convierte en un problema cuando es impuesta de manera sistemática y exclusiva a las niñas. El uso obligatorio de falda limita su movilidad, genera incomodidad y expone su intimidad durante el juego o la actividad física. Resulta evidente que, para la práctica de Educación Física, estos mismos centros recurren al chándal, reconociendo implícitamente que el pantalón es más cómodo y funcional.
Este tipo de normativas transmite desde edades tempranas un mensaje profundamente preocupante: las niñas deben llevar ropa que exponga parte de su cuerpo y que, para muchas, dificulta moverse con libertad. Se normaliza así la idea de que “para lucir hay que sufrir”, algo que se hace especialmente visible durante el invierno, cuando es habitual ver a alumnas con las piernas enrojecidas por el frío. Es difícil imaginar que algún profesional de la salud infantil considere beneficiosa esta exposición constante a bajas temperaturas.
En cuanto a los niños, el mensaje no es menos claro: la falda “no es para ellos”, reforzando así estereotipos de género rígidos y excluyentes.
Quienes defienden el uso del uniforme suelen argumentar que este fomenta la igualdad entre el alumnado, evitando comparaciones por marcas o estilos de ropa. Sin embargo, la realidad es distinta: las diferencias siguen existiendo, ya sea en la cantidad de prendas disponibles, en el estado de las mismas o en detalles visibles como el desgaste de pantalones y rodilleras.
Si el verdadero objetivo es garantizar que todo el alumnado disponga de las mismas oportunidades y no sufra discriminaciones, la solución no pasa por imponer uniformes diferenciados por género, sino por fortalecer los servicios públicos, asegurar salarios dignos, garantizar el acceso universal a una vivienda de calidad, implementar políticas de empleo con perspectiva de género y consolidar un sistema público de cuidados, por ejemplo.
Por último, quiero interpelar directamente al Gobierno de Navarra: ¿hasta cuándo va a permitir que centros escolares financiados con fondos públicos perpetúen estereotipos de género y refuercen estructuras propias del sistema heteropatriarcal?
La autora es docente y militante de ELA