“Sin ira libertad” cantaba Jarcha por los años setenta. Hoy escribiría sin odio, porque esta pulsión se ha convertido en el bálsamo hidratante de las malas conciencias, peor incluso a los pecados capitales que tanta guerra nos han provocado. Basta con soltar la palabra “odio” ante algo o alguien que no nos gusta para que nuestro razonamiento parezca que tiene fundamento.
Es cierto que hemos recibido durante años la presión de las sotanas bajo un nacional-catolicismo que nos ha llevado a un Estado santurrón por más que lo queramos pintar de laico o aconfesional. Hemos convertido al Senado en la nueva Conferencia Episcopal con comisiones tan improvisadas como ineficaces donde las preguntas parecen sacadas de exámenes de conducir. Qué fácil le resulta a este Estado terapéutico diagnosticar una emoción o pasión como el odio ante acciones o discursos claramente racistas, homófobos, xenófobos, etcétera. Parece que nos psicoanaliza con exactitud científica para saber qué pasa en nuestra conciencia. Se ha tomado tan en serio recetar una medicación bajo el vademécum de la Ley Mordaza y a modo de penitencia que ya produce fiebre por sobredosis de prohibiciones, restricciones y control. Insultar te acarrea una multa, odiar es un delito y el perdón, el arrepentimiento y la monarquía son una obligación. El código penal se ha transformado en un cristianismo para el pueblo, que diría Nietzsche analizando la república platónica
Está claro que no se debe tolerar lo intolerable y que no podemos ir por la vida insultando o amenazando a quienes tenemos delante (aunque nuestras instituciones demuestren lo contrario). Pero lo debemos hacer por educación moral no por miedo a una sanción. En el campus universitario de Zorroaga nos enseñaron a diferenciar la ética de la política y de la estética a modo de los poderes judicial, ejecutivo y legislativo como salvaguardia de la democracia. Años más tarde han acabado diluyendo la ética en la política y convirtiendo ésta en un simple decorado estético. Hemos perdido las fronteras democráticas convirtiéndolas en meras falacias bien pensantes donde las conversaciones privadas te llevan a un tribunal inquisidor o tus días festivos echan por la borda una buena gestión pública.
Hace años en un artículo defendí que la política se arregla con buena política y no con dosis de ética o de agua bendita. Queremos edificar una sociedad con un brillante suelo ético pero sin cimientos políticos que lo protejan. Todo sigue peor. La comunidad de santos cosmopolitas kantiana donde el odio es moralmente reprobable al querer el mal ajeno que viola el deber ético, la estamos subtitulando en sus últimas páginas sin darnos cuenta de que odiar consume a quien odia, no al odiado. Es una especie de autodestrucción emocional. Pero de ahí a que una persona se tenga que enfrentar al mazo del juzgado más próximo, hay mucho resentimiento que destapar.
Expresar odio es una forma de ejercer la libertad de expresión. En cierta ocasión leí que expresar odio manifiesta la estupidez de quien lo expresa. Vale, pero odiar no es delito.
Freud y Lacan fueron claros cuando dedujeron que el amor y el odio coexisten en el inconsciente incluso hacia lo mismo. Por eso se puede amar y odiar simultáneamente a lo mismo. Son pasiones recíprocas; sólo las separa un instante de lucidez, con palabras de García Márquez. Así que el odio no deja de ser sino la sombra más oscura del amor, una emoción de lo que aún nos importa profundamente. Una forma de reconocimiento y vínculo, no sólo de rechazo.
No hay duda que el odio está de moda. Hoy en día cualquier noticia, crónica o columna periodística que trate un tema que se salga de los sacrosantos límites impuestos es un discurso de odio. Expresiones como sembrar odio, el odio y la violencia nunca serán el camino, no necesitamos en nuestra tierra personas que impulsen o apoyen el odio son algunos ejemplos de lo que contestaban algunos portavoces políticos navarros, jugando a psicoanalistas, tras los recientes altercados en la universidad. Efectivamente no hay que fomentar el odio, pero cómo sabemos que esas acciones o discursos que enaltecen el racismo, la aporofobia, etcétera, no son provocadas por la envidia, soberbia, ira, avaricia, enemistad y tantas otras emociones negativas que nos provocan autodestrucción de nosotros mismos más que de los demás. Dentro de la alteridad o la dialéctica de contrarios el amor-odio, altruísmo-egoísmo, etcétera, son energías necesarias pero peligrosas que revelan el conflicto interno entre el deseo de vivir y el impulso destructivo. Para que existan los primeros deben acompañarse de los segundos. Aristóteles los llamará vicios apostando por un término medio circunstancial.
Creo que la sociedad no estaba preparada para ese levantamiento rápido de la derecha con expresiones y actitudes que siempre han estado ahí pero nunca las hemos tomado en serio. Y para confundir mucho más a la pobre ciudadanía señalan como fascistas a todo lo que se enfrente a estos grupos de camisas azules, si llevan sobretodo tonos negros. Seamos serios. Estos grupos son antifascistas, con mejor o peor dinámica, y los podrás llamar comunistas, trotskistas o estalinistas, si os apetece, pero nunca serán fascistas.
Así que les diría a estos partidos que dejen de utilizar el odio como multiherramienta. Que se preocupen de solucionar los problemas de esas minorías sociales a las que se ataca. Que para prevenir conductas minoritarias que atentan contra la dignidad humana y promueven la discriminación y desprotección de los derechos humanos no valen sólo leyes coercitivas a las que la mayoría estamos expuestos y nos producen miedo y, además, nos impiden vivir en igualdad de condiciones y ejercer plenamente nuestros derechos y libertades. Todos hemos cantado con Jarcha que hay que guardarse el miedo para que haya libertad. Pero hoy por una canción o una grabación de una conversación privada puedes acabar bajo rejas por el imaginario delito de odio u otro cualquiera. En estos casos tenía razón Hannah Arendt cuando escribió que el odio político puede transformarse en ideología totalitaria si se colectiviza.
En definitiva, dejemos tranquilos a los que supuestamente odian, que suficiente tienen consigo mismo, pero no dejemos comportamientos que atenten a nuestra memoria. El odio no deja de ser una reacción del resentimiento propio de quienes no pueden afirmar su propia vida. En vez de enfrentarse a la toga que se enfrenten a Nietzsche.
El autor es profesor de Filosofía jubilado
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